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Me levanto tarde porque anoche me acosté
tarde. Mi madre llegó a casa pasada la medianoche, puesto que había ido a visitar
a un tío delicado de salud que vive fuera de Lima. Estaba cansado y no me
disponía a descansar hasta tener a mi madre cerca de mí. De tanto en tanto mi
padre salía al parque a divisar su llegada. Por mi lado, terminaba todo el café
que quedaba en la casa, alejándome lo más que pudiera de la tentación del
tabaco.
Para colmo de males, no tenía mi celular
a la mano y no podía llamar a mis tías, las hijas de mi tío Fausto.
Llega un momento en que la ausencia de
tus padres, no importa si es cuestión de horas o días, tiene el poder suficiente
de cambiar tus planes inmediatos. Debía terminar un par de textos que había que
enviar antes de las cinco de la mañana de hoy y no los podía terminar ni
rescribir hasta no tener a mi madre en casa.
No era para menos. Esta ciudad se ha
convertido en una muy peligrosa. A veces se me sale el derechista que llevo
dentro y barajo la posibilidad de que sería ideal que salga el ejército a
patrullar y cuidar las calles. La idea, que es jalada de los cabellos bajo todo
punto de vista, adquiere consistencia precisamente en los instantes límite,
cuando piensas en lo que podría ocurrirles a las personas que más te interesan.
Mi concentración se volvía nula hasta
para responder inanes mensajes de Face o algunos mails. Mucho menos podía leer.
Solo puse en la Laptop una película de terror, una olvidable pero que te dio
miedo cuando la viste. No sé cuándo la vi, pero anoche la miraba sin mirar.
Sentí las luces de un taxi que se
estacionaba cerca de mi casa y salí, literalmente, corriendo. Abrí la puerta. Era
mi madre, a la que abracé fuerte, creo que más fuerte de lo normal y sentí que
la paz me llegaba de sopetón, una paz premunida de amor que necesitas, con
mayor razón en estos últimos días en los que duermes poco y tu despliegue
físico ha sido llevado al límite.
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