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Llego a la librería con algo de retraso.
A pesar de que el cielo gris se impone, se siente el bochorno, imposible quedar
libre de esa sensación de insoportable melcocha en la piel. Me quedo un rato
frente a la librería, no me animo a abrirla, primero quiero sentir una ráfaga
de viento que me libre de la abulia que en mañana y tarde me generan los
sábados. Saco la llave, listo para abrir el candado, pero me detengo, respiro
hondo.
Desde hace unas horas me persigue una
sensación voraz, quiero comer más de lo que comí en el desayuno. Entonces me
dirijo al Queirolo, se me antoja un jugo de piña, café y jamón del país. Lucho
contra el sueño, me quito algunas legañas rebeldes, de esas que no se
desprenden ni con todo el diluvio del grifo de la ducha.
Mientras camino, recupero las fuerzas
anímicas. No es hambre lo que en verdad siento, sino necesidad de aire y
contacto. De a pocos me revitalizo y no pierdo tiempo en pensar qué fue lo que
me puso débil, sino que aprovecho la circunstancia, sea la vista de la Plaza
San Martín, o Joe, a quien tengo que esquivar para no pisarlo, porque Joe se
apodera de la calle; si le da la gana, puede quedarse a dormir cuantas horas
sean necesarias. Los que lo vemos a diario, sabemos que a mitad de la segunda
cuadra de Quilca, tenemos que bajar la mirada y cerciorarnos. No hay nada más
atroz que pisar con fuerza la panza o la cabeza de un felino que actúa como
perro, que no le teme a nada y a quien muchos miman. Quienes más lo atienden
son Ángel, su mujer y su hija, quien es la que le puso nombre a este gato que
ha hecho suya esta vereda de Quilca.
Veo Joe, tirado y las patas estiradas.
No niego que lo envidio. Me detengo y emprendo el camino de regreso a la
librería.
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