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En la mañana tuve que hacer algunas
gestiones fugaces, ir desde Lince a San Isidro y desde allí a la PUCP. Lo hice,
felizmente, en tiempo record, con la ayuda de taxis, porque el tráfico se ha
vuelto, aparte de infernal, en una generadora de pérdida de tiempo. Ni siquiera
se puede leer bien en el transporte público, peor cuando tienes que hacer una
distancia más o menos larga. Mientras leía lo que parece ser un buen cuentario
de una narradora colombiana, pensaba en el libro de cuentos de otra colombiana,
un libro que presenté en una anterior edición de la FIL y del que puedo decir
que me gustó, pero que a la vez me apena no saber nada en lo literario de esta
autora ya que se dedicó a los menesteres de la política en su país, siendo a la
fecha una figura incómoda de la política colombiana. Eso es lo que me gusta:
que los intelectuales y artistas sean participantes incómodos cuando ejercen
una función política y no meros papagayos que repiten lo que la billetera les
manda y que cuidan sus palabras debido a algún anticucho discursivo que tengan
por allí.
Sigo leyendo a la colombiana. Ahora el
taxi atraviesa la Residencial San Felipe. El viaje está resultando más rápido de
lo que podía pensar y por un momento me siento tentado en pedirle al taxista
que aminore la velocidad, al menos quiero terminar de leer el tercer relato de
la publicación, que ahora sí califico de muy buena, aunque dentro de mí haya
una suerte de diablo rojo que me dice que mejor no vaya a la feria, que regrese
a casa y haga las cosas que debo terminar en las próximas horas.
Prendo un cigarro y me pongo a analizar
la propuesta del diablo rojo. Los placeres intelectuales y carnales se imponen
ante los deberes laborales, pero la decisión final se ve aplastada ante la
inminente llegada del taxi a la universidad. Ya estoy a sus puertas y poco o nada
puedo hacer, respiro hondo y vuelvo a prender otro cigarro. Eso era lo que me
faltaba, respirar hondo y fumar otro pucho y así tener una mejor perspectiva de
las cosas. De mi billetera extraigo mi carné y escucho una voz de mujer que me
llama. Volteo y la miro. La reconozco aunque confieso que me he olvidado su
nombre, últimamente me olvido de los nombres de los lectores y las lectoras de
la librería, y eso que con todos ellos converso demasiado, siempre de libros, y
no necesariamente porque estemos hablando de precios o negocios, simplemente
conversando y dejando que el tiempo se vaya en el intercambio de impresiones,
ya sea de una película, libro o de algún partido de fútbol. La mujer, de no más
de veinticinco años, se me acerca y la saludo. Intercambiamos algunas palabras
al vuelo y le digo que estoy con Selecta en la feria de la universidad. Antes
de despedirnos, me dice que disfrutó mucho de la recomendación que le hice, y
no fue necesario pensar en qué título le recomendé y me adelanto a lo que dirá,
cosa que así no me siento tan mal por haberme olvidado su nombre: Qué fue de Sophie Wilder de Christopher
R. Beha.
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