domingo, agosto 09, 2015

franqueza

Pensé que tendría problemas con la puerta de la librería. Esta puerta se malogró durante los días que estaba en la FIL. La personas que habían intentado arreglarla me dijeron que el golpe que sufrió fue tan fuerte, según ellos, que era necesario cambiarla por otra. Felizmente, esta puerta es como una extensión de mí, digamos, mi cuerpo, un miembro más del que conozco sus secretos y sus tiempos, siendo parte de mi memoria cada uno de sus movimientos. Cuando llegué, sin negar una sensación de asombro luego de varios días sin saber nada de la librería, observé la puerta, quizá durante tres minutos. Felizmente, cuando la subí, hice un ligero movimiento a la derecha y la puerta se portó como debía portarse, como una puerta corrediza.
Hice lo que tenía que hacer, pero también supe que había sido un error abrir la librería sabiendo que aún estaba cansado. Algo debía hacer al respecto, mantenerme despierto, lo suficiente para darle un orden a la librería, a dejar los espacios libres para cuando regresemos las cajas del almacén. Puse las cosas listas, el asunto no me demandó más de veinte minutos. Estaba entre la idea de regresar a casa o seguir en la librería. La primera opción se imponía, y me aboqué a su concreción, alisté mis cosas.
Sin embargo, siempre sucede algo, y me alegra que siempre sucedan cosas, sin forzarlas en absoluto.
Vino una lectora de este blog. Su nombre es Natalia. Natalia me dice que le han gustado los libros que le he recomendado, pero también me pregunta por qué nunca le recomiendo libros peruanos. No es que no le recomiende, porque sí le he recomendado lo que tiene que leer, según mi criterio. En cuanto a la literatura peruana última, ya sea en narrativa y poesía, prefiero que ella, así como los muchos lectores que conozco, abran su camino y descubran por sí solos lo que van a leer. Obviamente, lo único que les digo es que antes de comprar un libro, le den la tolerancia suficiente, una de treinta páginas como mínimo.
Sigo hablando con Natalia y aparece Ángel. Ángel es también lector del blog. Me pregunta lo mismo que me preguntó Natalia hace un rato. Prendo un cigarro, el primero en día y medio, y no soy ajeno a esa sorpresa. A lo mejor se deba a que es sábado, día en que tengo muchas visitas de amigos y amigos-lectores. A lo mejor, los que vengan después también me pregunten lo mismo. Quizá, pienso.
Ahora la conversa es de tres. Llegamos a un punto en que Natalia y Ángel también llegan a una sola inquietud, o quizá conclusión: no creen en la crítica.
Natalia estudia literatura, en la PUCP. Ángel también, pero en San Marcos.
No creen en lo que escuchan/leen en la academia. Como es un mundo que no conozco, no puedo opinar mucho al respecto. Aunque también piensan lo mismo de las reseñas y textos sobre literatura que leen en los medios impresos y virtuales.
Detecto el síntoma, el punto de quiebre de sus sinsabores intelectuales. 
El problema, les digo mientras acabo mi cigarro, no es la falta de nivel. Más bien, lo que sí hay es nivel, sea en la academia y en los medios. Lo que no hay es franqueza de quienes opinan, escriben y pontifican sobre libros. Si a esta falta de franqueza la condimentamos con lustrabotismo, figuretismo y un loco afán de quedar bien como sea con editores y autores, el escenario se pinta como una gran mentira de raíces profundas. Eso es lo que ocurre cuando se lee personas y no libros. 

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