martes, noviembre 10, 2015

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No dejo de sentir asombro cada vez que entro a los edificios del Centro Histórico. Sin duda, el sentir ese asombro es lo que me lleva a ingresar en ellos. Casi toda mi vida está asociada al Centro Histórico de Lima, pero solo en estos años he podido ingresar a muchos edificios a razón de variopintos papeleos. Ayer, pues, tuve que ir a una notaría, ubicada en un cuarto piso, en La Colmena. Valderrama me pidió que lo acompañe y así lo hice, no por acompañarlo sino para ver cómo sería ese edificio por dentro. 
Es pues un viaje al pasado. Escaleras y pasadizos de crema amarillenta, que ahora exhiben una edad no solo venerable, sino también útil, pues han sabido envejecer bien, con estilo y fuerza; el roble no sucumbe, dicen, y ese dicho parece ser verdad. 
Hace un tiempo fui al departamento de mi amiga Lotta. Mientras subía las escaleras del edificio, lo hacía con una pasmosa lentitud. Me sentí preso de una desubicación, llámale sensorial, como también mental, en un estado de levitación que te saca de ti, para luego centrarte en el mundo, ordenándote. Este es el poder que tienen los edificios del centro, un poder del que carecen los edificios de hoy, rotulados de imponentes, pero que no demoran en mostrar su inevitable impotencia. 
Un edificio que siempre me ha llamado la atención es el mastodonte rojo y semicircular, que está entre Wilson y Quilca. Por dentro sus pasadizos son anchísimos, igual sus escaleras, y desde cualquier punto en las ventanas, tienes una visión por demás privilegiada de la ciudad, una ciudad cruda y mágica.

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