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Los lunes suelen ser días de escasos
movimientos y contados sucesos. A mi alrededor, más de uno bosteza. Entonces,
camino y recorro en calma la feria, me acerco a los stands de las grandes
editoriales, de igual modo a los de los pequeños sellos. Aunque las novedades
no abundan, es bueno destacar algunos nombres, que conocíamos de oídas o por
fragmentos, de los que ahora disponemos de varios títulos, para escoger, y así
no tener excusas para no leer a Evelio Rosero, a saber. Pero lo que me gusta
más cuando recorro las ferias es irme a los stands que no necesariamente están
bajo el mandado de la moda editorial, sino que vienen marcados por un ánimo
guerrero y comercial, con saldos y títulos pintorescos, de mercachifles sin
más, pero que en esa mescolanza de libros ordenados sin criterio alguno, en
esas filas de lomos, a lo mejor puedas tener el gusto (con ecos reveladores)
que puede depararte una joyita que andabas buscando, o que por alguna razón un
libro te llame la atención, cosa que justificas la revisión de sus páginas,
haciéndole caso a esa voz interior, que en mi caso ya sé obedecer.
Aproveché el silencio gris de la tarde.
Veía a más de un expositor cabecear a medias, no totalmente, porque los vientos
provenientes del mar eran no menos que sacudones al ánimo alicaído. Me salí de
las instalaciones feriales y me puse a leer de pie en dirección al mar. Desde
hacía tiempo que no leía a Ellroy. Hubo un tiempo en que sí lo leía
religiosamente, de manera cronológica, pero le perdí el rastro. Cuatro o cinco
años sin saber nada de este narrador gringo que ha sabido construirse una leyenda
de maldito e hijo de puta. Llevaba conmigo A
la caza de la mujer, su libro de memorias, del que me faltaban veinte páginas
para acabarlo. Decidí terminarlo en esos minutos muertos castigados por el
frío. Valió la pena, en verdad esta lectura se justifica sola.
En A
la caza de la mujer, Ellroy deja la piel en el asador, diseccionando el
tema de su vida: la mujer. Los lectores de Ellroy son testigos de una bandeja
temática que nos lleva a su infancia y desenfrenada juventud. Cuando Ellroy
tenía diez años, su madre fue violada y asesinada. Esta tragedia marcó la
literatura del futuro escritor, pero ante todo, lo obsesionó como persona. Por
ello, estas memorias pueden ser asumidas como una cantera de atrocidades de la que
el autor nunca ha dejado de echar mano para pergeñar sus novelas. Además, son
un ajuste de cuentas consigo mismo, un viaje interior, un recorrido desde el
infierno personal a un relativo equilibrio emocional. Con Ellroy nunca se sabe,
nada es estable.
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