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Más allá de lo que se puede vivir en las
ferias de libro, lo que siempre espero de ellas es algo que vaya más allá de
una experiencia comercial, que a fin de cuentas, y por más que suene a
incoherencia, es lo que menos me interesa de la vida. Prefiero otras
satisfacciones, más personales, que calmen en algo la furia que llevo dentro.
Cerca de las cinco de la tarde me dirijo
a los servicios de Larcomar. Al regresar, me detengo a ver el mar mientras fumo
un pucho. Me gusta ver el mar, sentirme una nada ante una inmensidad que no
solo ofrece belleza, sino también una sensación de temor. Porque eso es lo que
hago, deseando que los minutos sean los más duraderos posibles, es decir, no
regresar, o en todo caso, sentir que no regreso al stand de la feria. Me
encontraba en ese trance, mejor dicho, ingresando a ese trance psicodélico de
ausencia en el que no me interesa nada.
Recién a la tercera llamada, porque sin
duda no fue a la primera, escucho que alguien me llama. Volteo. A cuatro metros
de mí miro a una chica que me sonríe y que tiene en manos a un niño de año y
medio. Así lo tasé ni bien lo vi. Me costó algunos segundos reconocerla a razón
de sus oscuros lentes marrones. Pero la ubiqué más por el niño, a quien sí
había visto en algunas fotos de Facebook. Se trataba de Erika, de quien no
sabía nada en más de dos años. Y el niño era su sobrino de año y medio (dato en
que sí acerté). No pudimos hablar mucho, porque ella paseaba al niño y yo debía
regresar al stand, aunque Amaro, con sus pasitos ligeros nos llevó de regresó
al stand. En el trayecto, conversamos de lo que siempre conversamos, de música
y series. Pero esta vez no hablamos de la vida, porque era implícito que no
teníamos el tiempo para hacerlo. Erika conoció el stand y el bebé estaba en su
salsa, corriendo de un lado para otro, una pequeña bala humana perdida en un
mundo de libros.
En menos de lo que pensaba, Erika estaba
detrás de la pequeña bala humana por los pasadizos de la feria.
Y me puse a hablarle de la narrativa de
Iris Murdoch a una señora venezolana, de cuando en cuando levantaba la mirada
hacia los pasadizos, hasta que los vi, caminando tranquilos, el niño llevando
un libro abierto, reconociendo palabras.
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