sábado, enero 13, 2018

concursografía

Luego de un par de horas recogiendo y seleccionando información en la Hemeroteca de la BNP, salí tranquilo. Sin embargo, en el trayecto a la puerta de salida, se me antojó comprar una bolsita de maní salado de la máquina expendedora del sótano. Ese acto, fugaz y pueril, trajo consigo que al regresar al primer piso me encontrara con Lucía, a quien no veía en más de diez años, fácil.
Luego del intercambio de palabras y puestas al día de rigor, la felicité por el trabajo que venía realizando en el sector educativo. Nos despedimos sin más y me dirigí a La Rambla. En esos metros a mi destino inmediato recordé una novela, entre muchas, que Lucía me recomendó en 2001.
La recordé porque me gustó, pero también por la realidad gaseosa de su autor hoy en día. Si la encuentras, no dudes comprarla, puesto que La caverna de las ideas, del español José Carlos Somoza, cumple con las expectativas, por encima de la dependencia de su registro genérico de policial enigma. Sin embargo, no puedo pasar por alto la decepción de sus cuatro novelas posteriores. Al terminar cada una de estas, renovaba mi fe en lo que Somoza podía ofrecer ya que merecía ese crédito a causa de La caverna… 
Somoza ganaba premios. En cierta ocasión le preguntaron por qué concursaba, en qué radicaba su pulsión por participar. Su respuesta, si mal no recuerdo, fue que ganar un concurso le permitía seguir publicando. Fin noble, porque todo autor anhela ser leído, pero hasta qué punto los premios son garantía, aunque sea, de relativa perdurabilidad. Como Somoza, de quien aún sigo creyendo que es un autor interesante, podemos encontrar más de veinte casos iguales en la narrativa hispanoamericana. Es decir, autores que ganan premios y pasan al olvido luego de la etapa promocional. Esa misma situación, pero con peculiar sabor local, la vemos en nuestros premios locales, tanto en los privados y en los promovidos por entidades estatales. Por esa razón, tenemos un linaje de escritores con oficio y talento entregados a la locura de la concursografía, cuyas credenciales son la escritura a pedido temático y la corrección formal. Ganar para comprar tranquilidad es lícito. Pero ganar para creer que se merece un derecho de admisión y concursar todas las veces posibles porque se tiene la fórmula, no son más que banalidades efímeras, manifestaciones de estupidez y desesperación. La concursografía no es el camino al deseado reconocimiento, sino el sendero al patetismo en vida.

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