martes, octubre 24, 2006

Los hijos de Dumas



No son pocas las ocasiones en las que me he tenido que topar con muecas prejuiciosas ni bien se me pregunta por mis escritores favoritos –discotecas y bares- y por mis influencias literarias –vinito de honor en cualquier presentación-; pues bien, mi respuesta es siempre la misma: los bestsellers.

Ocurre que cuando hablo de bestsellers mis oyentes ocasionales creen que me estoy refiriendo a los libros de Coelho, Osho, Bambarén, etc; y para que el prejuicio no llegue a la emisión de opiniones que pongan en duda mi calidad de lector –experiencia que ya me ha pasado de diversas maneras-, pongo el quiebre explicando que mi preferencia de siempre apunta más a esos tan llamados “escritores de asunto”, que ante todo seré un fascinado por las novelas en las que se privilegie la historia, la misma que me lleve a vivir lo que sus protagonistas pasan, que llore con ellos, que ame con ellos, que odie con ellos, y lo más importante, que aprenda con ellos, ya sea lo bueno o lo malo porque lo que me interesa cada vez que estoy con un libro es vivir, el poder desconectarme de la realidad y si por mí fuera, el poder levitar siempre, anhelando que el libro que tenga se torne inagotable.

Por ello, cuando me preguntan por mis escritores predilectos, por los que para bien o para mal me llevan hasta el día de hoy a escribir, no dudo en nombrar a Stephen King –nadie es el mismo después de leer Apocalipsis o It-, a Harold Robbins, Frederick Forsyth, el recordado Manuel Vázquez Montalbán, Arturo Pérez-Reverte, Robert Ludlum –El círculo Matarese es el equivalente a La montaña mágica, como lo anotó bien en su momento Rodrigo Fresán al compararla con ese bodrio llamado El código Da Vinci-, John Le Carre, Mario Puzo, George Simenon y el maestro James Ellroy.

Pero no es que solo lea bestsellers, también leo bastante de los otros, en los que hay todo un despliegue de estilo, una introspección a la intimidad, en donde muchas veces no es la historia o argumento el que cuenta sino es el lenguaje el verdadero protagonista de las tramas, de los que alcances que este tiene para hilvanar sólidamente una realidad paralela.

Esta tradición de escritores de asunto no es producto del ya terminado siglo XX –y ahora que escribo, me acuerdo de que la dicotomía asunto/estilo ha generado muchas polémicas, la que recuerdo es la que se libró el año pasado entre Francisco Umbral y Arturo Pérez-Reverte, en la que el autor de La carta esférica y El club Dumas defendió con argumentos y sorna la arremetida de Umbral cuando dijo que las novelas de asunto hacen gala de una falta de calidad literaria; estas palabras fueron dichas a razón de la ceremonia de premiación del premio Planeta 2005, y como la opinión de Umbral tenía a Pérez-Reverte como destinatario, este no tardó en callarlo, y todo parece indicar que es de por vida- sino que esta es heredera de la novela decimonónica, del folletín en especial, género del que se adueñó Alejandro Dumas para dejar una obra que supera las cuatrocientas novelas, en la que cada una de ellas mostraba un argumento orgánico, sin cabos sueltos, pero lo más importante: Dumas escribía pensando en el lector, he allí su éxito, su legado, su compromiso.

Claro que no es el único maestro, pero de lejos, Dumas es quien más escuela ha dejado en muchos escritores durante el siglo XX. Tampoco es que quiera divinizar las cualidades humanas de un ser tan indefendible como él, pero si era o no una buena persona, si explotaba a sus amanuenses, o si plagiaba novelas con el fin de reescribirlas es algo que por el momento no me interesa hablar.

En la foto, George Simenon, autor de más de quinientas novelas.

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