martes, diciembre 12, 2006

La nota azul

Hubo un tiempo que me dio por escuchar jazz. No sé cómo llegué a él, y ahora que lo recuerdo bien asevero que fue a través de algunas novelas de Boris Vian, cuentos de Julio Cortázar –infaltable- y algunos poemas de Manuel Vázquez Montalbán, Pere Gimferrer, Antonio Martínez Sarrión y Luis García Montero.

Lo que tengo presente de aquellos textos es la pasión desplegada que salpicaba de sus páginas. Notaba un plus que traspasaba la mera la descripción, como si las tramas dependieran mucho del ritmo que acompañaba al escritor mientras escribía. Claro, esto es algo difícil o imposible de explicar, y sería una pérdida de tiempo hacerlo, lo que valía en esos casos –al menos para mí- era poder sentir la fuerza oscura que emanaban de las palabras. Como si el ritmo de la narración estuviera pautado por un sonido soterrado, casi diabólico.


A lo mejor esa pueda ser la razón por la que siempre releo a Guillermo Niño de Guzmán. Los cuentos de Caballos de medianoche tienen la atmósfera cargada que solo pueden percibirse en una noche premunida de hastío. Hay cuentos en ese libro como El fin de algo, Good morning, heartache y Blues de un lunes neblinoso que difícilmente abandonen mi retina y memoria. Varias veces he intentado perderme por las calles del centro de Lima, en plena madrugada, con el único fin de toparme con alguna experiencia parecida narradas en Caballos de medianoche. Ojo, no es pose, es la verdad. Tanto así que estuve a punto de vivir algo así este último fin de semana.

Aunque eso sí, esto era un lujo que me daba con frecuencia de cuando gozaba de la fuerza y el arrojo -entendibles ambos- de los veintidós años.

Fue a esa edad que solo escuchaba jazz, compraba muchos discos compactos, y cuanto libro sobre la historia del jazz pudiera tener, siempre y cuando mi presupuesto lo permitiera. Pero hay músicos de jazz –músico de jazz no es cualquiera, eso lo tengo muy en claro- que ni bien los escuchas se posan en tu sangrante corazón. Uno de ellos lo sigue siendo Chet Baker. No solo me gusta su música, su vida misma me atrae, hasta pensé en su momento escribir una novela cuyo protagonista estuviera basado en Baker, pero estas ganas se disiparon ni bien leí una novela tan oscura como bella, El invierno en Lisboa, de Antonio Muñoz Molina, cuya novela El jinete polaco, es, a decir de muchos, la mejor, pero algo, muy dentro de mí, me lleva a afirmar que es El invierno en Lisboa la mejor. Ocurre que siempre seré un lector sumamente impresionista, y con mayor razón cuando se trata de novelas que me ofrecen algo más que agradecidos momentos de placer como lector.

En El invierno en Lisboa hay un personaje llamado Billy Swann, un trompetista genial producto de la inspiración que generó en el autor la ya mítica figura de Chet Baker. Baker era un alcohólico, un drogadicto, un feliz trasnochado que encontró la muerte en el año de 1988 al caer de la ventana de un hotel en Amsterdan. Cuántos quisieran tener esa muerte -me pregunto-, la de decir adiós sabiendo que se es un genuino genio.

Baker es un grande, pero sería una locura compararlo con Charlie Parker, Dizzy Gillespie o Joe Henderson. Sin embargo, la música que emana de su voz y trompeta, tan llenas de tristeza y desenfreno, logra, paradójicamente, ejercer en quienes la escuchan, una inusitada reconciliación con la vida.


Ahora, les dejo con un video, Let´s get lost, y así tengan una idea de Chet, y si la ya la tienen, igual vale porque no se ama lo que no se conoce -musicalmente hablando, claro está-.


0 Comentarios:

Publicar un comentario

Suscribirse a Comentarios de la entrada [Atom]

<< Página Principal