lunes, febrero 08, 2010

Charles Bukowski me escupió en la cara - El Malpensante

Imagino que debe sentirse horrible recibir un desplante de parte de un escritor a quien admiras demasiado. Pero como bien decía Roberto Bolaño: “Los grandes escritores son también buenas personas”, lo cual me consta. Sin embargo, hay casos en los que algunos grandes letraheridos arrastran taras debido a estímulos dañinos que atrofian su carácter y que involuntariamente los llevan a tratar mal a quienes los admiran.
En la excelente revista El Malpensante, encuentro un extenso y suculento artículo del poeta gringo David Barker (mucho gusto), Charles Bukowski me escupió en la cara, en el que nos detalla cómo fue que recibió un salivazo del autor de LA SENDA DEL PERDEDOR en una noche de farra sesentera. El texto podría leerse como una muestra de perdón a su ídolo y también como una suerte de limpieza interna ante tanto resentimiento que cargó durante años.

La Taberna 49 estaba oscura y llena. Charles Bukowski, el más grande poeta del siglo XX en Estados Unidos, estaba de pie en el estrecho pasillo entre las mesas de madera empapadas de cerveza y la fila de sillas ocupadas de la barra. Bailaba borracho, con los brazos por encima de la cabeza, con una sonrisa ciega y cansada que le atravesaba toda su cara de mil batallas.
Era una cara dolorosamente viva, como carne de hamburguesa cruda, con todas las terminaciones nerviosas y las heridas abiertas, mostrando el horror y la agonía de vivir con el genio que no transige en una tierra de imbéciles. Era Lázaro levantado de entre los muertos por un Jesús bendecido y sangrante. Era Zorba el griego con los brazos balanceados y meciéndose suavemente. Era Charles Bukowski bailando.
Me detuvo cuando pasé entre la barra y él. Quedé paralizado como un conejo asustado, detenido por la hipnótica mirada de una cascabel enroscada. Su amplio pecho se expandió y sus poderosos brazos se elevaron aún más, listos para golpear, para caer sobre mí aplastándome.
Luego me escupió en la cara. El poeta más grandioso de los Estados Unidos, mi ídolo, mi héroe. La saliva lentamente empezó a descender por mi cachete. Yo no me limpié.
Dije “Gracias” y me devolví para la mesa.
Era Bukowski, el mejor escritor del mundo. El Hemingway de su época pero mucho más rudo y real que el mismo Hemingway. Y nos odiaba cuando decíamos esas cosas de él porque sospechaba que de pronto eran verdad. Y él espantaba su grandeza como si fuera una mosca impertinente.
Le decíamos Bukowski. No Charles Bukowski sino Bukowski. Los amigos cercanos le decían Hank, por lo de Henry, que es su primer o su segundo nombre, no recuerdo cuál. Y muchos de los editores de las pequeñas revistas durante los años sesenta le decían Buk o el Buk (que en inglés rima con puke, es decir, vómito) pero a mí nunca me importó.
Él era nuestro dios. Todos queríamos ser como él. Es decir, queríamos ser él. Queríamos su cara, su barriga de cervecero, sus entradas en el pelo, las cicatrices del acné, su nariz protuberante y venosa como si fuera una inmensa espada o la cabeza de un pene, el cuerpo deteriorado por la bebida, la carne avinagrada. Queríamos sus borracheras, sus mujeres salvajes, su poesía brutal, su alma en pena. También queríamos vivir esa leyenda. Pero ella solo le pertenecía a él. Únicamente dios sabe cómo la había conseguido. Y no se la iba a entregar a nadie.
Charles Bukowski nació en Alemania en 1920 y creció en Los Ángeles, California. En muchas de sus historias dice que su papá le pegaba, que cuando era un adolescente sufría de un horrible caso de furúnculos del tamaño de pelotas de golf por toda su cara y espalda que lo dejaron por siempre con cicatrices. Feo y asocial, empezó con la bebida cuando estaba en la secundaria y nunca la dejó.
Bukowski asistió al City College de Los Ángeles durante un tiempo, se salió y se convirtió en un vagabundo que escribía cientos de cuentos que ahora están perdidos y que él enviaba a las revistas de literatura al ritmo de más o menos cinco por semana. Todos eran devueltos y rechazados. Pero en 1945, a los veinticuatro años, publicó su primer cuento “Secuelas de una larguísima nota de rechazo” en la prestigiosa revista literaria Story.
Ese mismo año dejó de escribir y se embarcó en diez años de borrachera, vagando de ciudad en ciudad, de albergue en albergue, de un trabajo de mierda al otro, de puta en puta. Lo golpearon en bares de maleantes, se casó con una millonaria texana que tenía un cuello deforme y de quien se separó, durmió en canecas de basura en callejones infestados de ratas, pensó en suicidarse.
En 1955, fue internado en la sala de caridad de un hospital de Los Ángeles con úlceras sangrantes debido a la bebida. Por poco muere, y cuando salió del hospital consiguió un trabajo en una oficina postal, se compró una vieja máquina de escribir y empezó a crear la poesía que le dio la fama de duro poeta de la calle.
La primera vez que lo leí fue en los sesenta cuando escribía una columna para la Free Press de Los Ángeles titulada “Escritos de un viejo indecente”. Eso era buena prosa, divertida, impactante, espontánea pero por supuesto yo no tenía idea en ese momento de la poesía que él ya había escrito, la inmortal “tragedia de las hojas”, los poemas de amor para Jane, su único y verdadero amor que murió joven debido al alcoholismo: “Pruebo las cenizas de tu muerte”, “Para Jane: con todo el amor que tenía, que no fue suficiente”, “Uruguay o el infierno”, “Despido”; los poemas de amor más tristes escritos alguna vez. Cosas que rompen el corazón. Ni siquiera sabía que escribía poesía, mucho menos que era el poeta más importante en hacer su aparición en más o menos los últimos cien años.
Yo trabajaba en la biblioteca de la universidad de Long Beach State. El único tipo que sabía de Bukowski era un negro alto con un ojo malo que le revoloteaba por la cara cuando sonreía. Se llamaba Tony y vivía con una muchacha que tenía un bebé de él o de otro. Era inteligente, pero no hablaba mucho, se enredaba con las palabras cuando hablaba.
Le mencioné la columna de Bukowski un día que estábamos recogiendo los libros devueltos en el cuarto posterior y la cara de Tony se iluminó. Luego empezó a gritar emocionado y sin control.
“¡Sí, sí, hombre; ya leí al tipo! ¡Ese hijueputa está loco! ¡Es genial!”.
Pero fue John Kay quien me habló de sus poemas. John y Leo Mailman editaban una pequeña revista que se llamaba Mag. Era una buena revista sobre todo teniendo en cuenta que salía de una universidad. John tenía buen gusto y sabía dónde había buena poesía cuando se topaba con ella.
Cuando lo conocí, John acababa de sacar un libro de Gerry Locklin que se titulaba Poop and other Poems. Poop era en cierto modo un best seller para una editorial pequeña ya que agotó la primera edición de 500 libros en un mes y con el tiempo fue reeditado muchas veces. Localmente el libro era conocido porque Locklin, profesor en Long Beach State, tenía una fama muy bien ganada y el libro tenía su encanto, con ese título y la foto de Gerry sentado desnudo en la bañera con una cerveza y su patito de hule. Qué bien.
Por medio de John Kay conocí a Gerry Locklin y finalmente a Bukowski. Entre los dos, a su modo, me alejaron de ser ese poeta de mierda oscuro, romántico y sin esperanzas y me llevaron a otra parte; hacia el poema como debe ser si es que debe ser cualquier cosa.
Había conocido a John hacía más o menos un mes pero ya respetaba bastante sus opiniones sobre literatura. Obviamente era un hombre que había reflexionado profundamente acerca de la poesía y que se preocupaba por ella como arte.
Íbamos entre una clase y otra y le pregunté quién era el mejor poeta del momento. “Bukowski” fue su respuesta y eso me sorprendió. Yo creía que Bukowski era simplemente un pervertido en Hollywood, un salvaje que de vez en cuando tenía suerte y que resultaba con una que otra buena y sucia historia.
“Lee sus poemas. Los primeros son maravillosos”, dijo John. Y así lo hice; eran maravillosos. Y todavía los estoy leyendo, doce años después.
Gracias a John Kay y a Poop, empecé a ir a la clase de Locklin. No estaba matriculado, ni siquiera era asistente. Simplemente me sentaba y escuchaba porque John me llevaba. Locklin se paraba en el atril, inventándolo todo mientras hablaba, contando chistes, preguntando que cuál equipo había ganado tal juego, haciéndole preguntas triviales a los estudiantes. Era gracioso y no los aburría, así que tenía buena aceptación. A veces hacía que sus estudiantes leyeran un buen libro y que les gustara. Ya eso era bastante con respecto a lo que hacían otros profesores.
Una tarde, Locklin trajo un montón de revisticas y de libros de Bukowski publicados en pequeñas editoriales: Laugh Literary and Man the Humping Guns, Cartero, The Days Run Away Like Wild Horses over the Hills, All the Assholes in the World and Mine, entre otros. Nos dijo que leyéramos a Bukowski y que la próxima vez lo discutiríamos. A la mayoría de las muchachas no les gustó Bukowski. Decían que tenía una mente sucia, que era cruel y que odiaba a las mujeres; pero a todos los muchachos les gustó porque tenía una mente sucia, porque era cruel y odiaba a las mujeres.
Lo empezamos a leer y eso es lo que importa. Luego nos dimos cuenta de algo. Lo sabíamos. No muchos lo hicieron, pero nosotros sí. Nosotros éramos los elegidos.
John Kay habló con la universidad para que le dieran 1.000 dólares para realizar el evento literario anual: la Semana de la Poesía. El dinero era para pagarles honorarios a los poetas que vinieran a leer. Para comprarles los tiquetes, cubrir la alimentación, las bebidas, el hotel y todo lo necesario mientras estuvieran en la ciudad. John trajo a Lyn Lifshin, a Brother Antoninus y a otros poetas a la universidad. Pero lo más importante, trajo a Bukowski a Long Beach.
John había publicado algunos poemas de Bukowski en Mag, así que lo llamó a preguntarle si quería leer.
John me imitó la voz de Bukowski; era una especie de balbuceo sigiloso a lo Tennessee Williams, “Hey, John Nené...”.
Por supuesto que Bukowski no estaba interesado en leer hasta que John le ofreció 200 dólares. Ahí sí estuvo de acuerdo.
Eso fue en el otoño de 1971. Yo había visto a Bukowski leer antes, por allá en 1969 o 1970. Alguien lo había traído a la universidad y leyó ante una clase de más o menos veinticinco estudiantes. No era muy conocido en ese entonces y todavía estaba trabajando en la oficina postal o tal vez había acabado de renunciar después de quince años.
Se veía más joven en esa oportunidad, estaba más flaco, su pelo más oscuro y parecía un boxeador, a lo Humphrey Bogart. Leyó una historia acerca de ir al ring con Hemingway y de noquearlo para luego marcharse con una mujerzuela de sociedad hacia la gloria y la fama. Años más tarde, encontré esa misma historia en un viejo número de Laugh Literary and Man the Humping Guns.
Tal vez leyó algunos poemas también. Era calmado, tranquilo y con las bolas bien puestas. Era casi silencioso. Una lectura de bajo perfil pero impresionante a la vez.
Dos años después, durante la Semana de la Poesía, Bukowski ya era más reconocido y su lectura fue un gran acontecimiento. Su primera novela, Cartero, ya se había publicado en Black Sparrow Press y de 75 a 100 personas lo escucharon.
La lectura fue durante la mañana en un día de semana. Había algo clásico e imperecedero en ella. Tenía la sensación de que podría haber pasado hace cien o mil años. Bukowski llegó enfermo y enguayabado. Parecía un anciano, un dios griego echado a perder. Bebía a sorbitos vodka mezclado con jugo de naranja de un termo y leyó algunos de los mejores poemas que alguna vez había escuchado. Eran cosas de sus primeros libros: Flower, Fist and Bestial Wail, Longshot Poems for Broke Players, Run With the Hunted, Cold Dogs in the Courtyard, It Catches My Heart In Its Hands, Crucifix In a Death Hand. Los libros hacía ya mucho que estaban fuera de edición y pocos de nosotros habíamos escuchado esos poemas antes. Leyó bien durante una hora y se ganó su plata. Cuando terminó, las pequeñas y hermosas alumnas se le acercaron con sus faldas cortas para que les firmara los libros. Él las complació. Después, hubo una pequeña reunión en la taberna local de nombre La 49. Locklin y John Kay nos preguntaron a Dana Mill (estudiante y escritor) y a mí si queríamos conocer a Bukowski. Como yo, Dana lo admiraba muchísimo.
Recuerdo que me sentía incómodo ahí sentado en la mesa con él. John tenía una razón para estar ahí porque era la persona que lo había llevado a la universidad y le había permitido ganarse 200 dólares fácilmente. Gerry porque era su amigo. Pero Dana y yo éramos solamente unos colados deseosos de tener la oportunidad de sentarnos y beber con el gran hombre.
No sucedió nada extraordinario. Tomamos cerveza y escuchamos a Bukowski por lo menos una hora. Hizo unos cuantos comentarios despectivos de los estudiantes de Locklin (“Los niños de Inglés 1” o algo así) pero nada más pasó.
La novia de Bukowski, Linda King, había acabado de publicar un libro de poemas sobre su relación titulado Suck Pluck and Fuck o algo por el estilo y estaba organizando una gran fiesta de lanzamiento. Bukowski invitó a Locklin y éste le dijo que si podía llevar a algunos de sus estudiantes. Entonces John, Dana y yo fuimos también.
Era 1972, solo quedaban los restos de la revolución cultural de los sesenta y la mayoría de nosotros nos estábamos cansando de la cosa hippie. Ya me había cortado el pelo hacía unos meses y la noche de la fiesta me afeité la barba también y me peiné mi mojado pelo hacia atrás para que se pareciera al de Bukowski.
Conduje hasta la casita de Dana y empezamos a empinar el codo. Dana servía el vino y hablaba de Buk, el Viejo León, como si fuera Hemingway, el Viejo León Literario.
Estábamos algo borrachos cuando llegamos a La 49 para encontrarnos con Gerry y John. Los cuatro nos tomamos un par de cervezas para estar a tono con la fiesta y luego nos dirigimos hacia Los Ángeles en el Mustang convertible modelo 65 de John.
Tuve que orinar algo horrible en el camino, John paró en un barrio de negros y pude descansar en un callejón detrás de una estación de gasolina.
La fiesta era en la casa de Linda King. No estoy seguro del distrito en el que estaba, pero no era lejos del apartaestudio de Bukowski en Hollywood. Toda la élite literaria de Los Ángeles estaba ahí cuando llegamos. Sobre todo eran poetas jóvenes y editores de pequeñas editoriales. Un par de flacas hippies y algunas atractivas y estiradas mujeres negras citadinas. Bukowski se sentó en una vieja silla en la sala, al lado de un poeta parecido a un enorme oso de peluche. No diré su nombre, pero llevaba por todas partes un libro manuscrito con todos sus poemas y los leía estruendosamente al modo de un falso Dylan Thomas. Me dijo que usaba un seudónimo porque había abandonado a su esposa e hijos y que por eso se estaba escondiendo de la justicia. No me gustó para nada ese tipo; me pareció un idiota pedante. Pero a Bukowski le gustaba. No entendía por qué quería que semejante trampa siquiera respirara en su sala.
Al otro lado de Bukowski estaba una pequeña y hermosa francesa de unos cincuenta años. Primero pensé que era Anais Nin. Parecía una farsante también. Muy elegante pero artificial. ¿Qué veía él en esa gente?
Casi esperaba ver a Henry Miller saliendo de la cocina y preguntando por un sacacorchos.
Los libros estaban amontonados sobre una mesa y valían un dólar. No tenía ni un centavo así que ni modo. Miré uno por encima. Era una cruda edición mimeografiada con poemas de Linda King y tal vez algunos de Bukowski también. Leí algunos; eran buenos pero yo estaba pelado. Había gastado mi último dólar en La 49.
Locklin había traído una o dos pacas de Coors, de las grandes en lata, y Bukowski dijo que había muchas botellas de Bud en el refrigerador. Yo me zampé dos Coors de las de Gerry y luego fui a la cocina por más.
De una estaba borracho. Estaba de pie en la cocina con Dana y Bukowski, los tres tomando de las botellas cafés de Bud. Bukowski nos decía que odiaba las fiestas, que no soportaba estar con gente. “Solo lo hago por la nena”, dijo, refiriéndose a Linda King.
Dana le hizo muchas preguntas y él se mostraba muy amable con nosotros, tolerando nuestra presencia en la cocina adonde había escapado de la multitud.
Bukowski prendió un cigarrillo y le dio a su cerveza. Parecía un enfermo terminal. Veía las pequeñas venas de su nariz, las partidas líneas rojas entrecruzando la superficie de su piel manchada. Dijo que había estado enfermo, que solo estaba tomando algo de cerveza y vino y que se estaba alejando de la bebida fuerte. Se abrió campo, tosió y escupió en el lavaplatos un coágulo de sangre mezclado con mocos, le tiró las cenizas de su cigarrillo y lo lavó con agua de la llave.
Abrió otra botella de cerveza y nos ofreció más a nosotros.
En el baño de Linda King vi la típica y usual parafernalia de la existencia común; los restos de una crema de dientes destapada, un barato enjuague bucal rosado y jovial, desodorante antitranspirante, papel higiénico con fragancia. En mi borrachera, me pareció un gran descubrimiento: Charles Bukowski se lavaba los dientes, hacía gárgaras, se echaba desodorante y se limpiaba como el resto de la humanidad. De repente ya no parecía semejante monstruo. El Viejo León era simplemente un cansado y viejo alcohólico que resultaba ser el mejor poeta de los alrededores. El genio era algo que le había caído del cielo. Por todos Los Ángeles, un millón de hombres iguales que él, de una u otra manera, estaban bebiendo y viendo televisión y peleando con sus mujeres. La única diferencia era la poesía. Nada más.
Empecé a sentir claustrofobia. Necesitaba salir un rato para controlarme. Me encontré con un cuarto en la parte de atrás donde los niños de Linda King estaban viendo un episodio de La Guerra de las Galaxias en un televisor a color. Un demonio cósmico con un vestido de plata brillante se derretía bajo la mirada imperdonable de los desencantados huérfanos espaciales. Era Dorothy y la Bruja Maldita del Oeste de nuevo. Me sumergí en la fantasía.
Realmente me estaba escondiendo. No quería caer de bruces, perder el conocimiento o ponerme a pelear. Tenía miedo de que le pudiera decir algo descortés a Bukowski, de provocarlo intencionalmente para ver cómo reaccionaba. Entonces me quedé ahí en ese cuarto con el televisor y los niños durmiendo en sus piyamas hasta que me mejoré.
Cuando regresé a la sala, la fiesta estaba a toda marcha. Bukowski y Linda estaban bailando “Honky Tonk Woman” de los Rolling Stones y la gente estaba gritando y el cuarto daba vueltas.
Sobre la repisa de la chimenea había varios trozos retorcidos y esculpidos en arcilla y al lado de ellos un busto labrado, grande y rugoso de Bukowski. Linda King vio que estaba interesado y se acercó para explicarme.
Era una mujer linda y ordinaria del sur de más o menos treinta y cinco años con un pelo castaño largo y llamativo y un cuerpo voluptuoso. Tontamente me recordaba a la ex esposa de mi tío Duke, a quien conoció en un bar rural del oeste americano. Escribía poesía (Linda King, no la ex de mi tío) y también era escultora.
Admiré el busto aunque realmente creía que era un pedazo de mierda.
“Va para una universidad allá arriba en el norte”, dijo ella. “Tienen un archivo sobre Bukowski, están coleccionando todos sus libros, cartas y manuscritos, todo lo que ha hecho, y quieren el busto también”.
“¿Hiciste estos?”, pregunté a la vez que cogía un seno de arcilla retorcido.
“No. Hank los hizo. Hace muchos y luego los bota pero yo los recupero a tiempo”.
Dejamos la arcilla y luego empezamos a hablar de música. Yo mencioné a Bob Dylan, uno de mis héroes del momento, pero a ella no le gustaba para nada.
“Es un farsante que gime. Me da dolor de cabeza”, dijo.
Dana estaba recostado contra la mesa del comedor. Linda King fue hasta allá y se sentó en la mesa junto a él, muslo contra muslo. Vi la mano de Dana en el culo de Linda, agarrándolo y sobándolo. Hablaban en voz baja. De repente estaban bailando, apretada y románticamente.
Como de la nada un bramido, un profundo rugido de Charles Bukowski atravesó el cuarto con furia, gritándole a Linda.
“¡PUTA!”, gritaba una y otra vez, “¡PUTA!”.
Caído del cielo, apareció John Kay como si hubiera estado esperando toda la noche para salvarnos del desastre inminente.
“Muchachos, se tienen que ir de aquí”, dijo John. Nos sacó a empujones al aire libre, hacia su carro. No estaba tan borracho como Dana o yo, así que él manejó. De vuelta a casa por la autopista discutimos lo que había pasado. Dana no podía entender cuál había sido el gran enredo.
“Solo estaba bailando con ella, eso fue todo”.
“No”, dijo John. “Vio que le estabas tocando el culo. Pensó que te ibas a quedar con su mujer, que te la ibas a robar”.
Cogimos hacia Long Beach, dejamos a Dana y luego John y yo nos fuimos para la casa de rehabilitación cristiana donde él se hospedaba y ambos nos comimos una taza de granola con leche para mejorarnos.
Al día siguiente, sábado, me levanté con un guayabo horrible. Todavía era muy joven para conocer el remordimiento, los lamentos que te acompañan toda la mañana, pero estaba lo suficientemente enfermo como para no querer ir a ninguna parte o hablar con alguien. Ahí fue cuando descubrí que de alguna manera había dejado mis llaves en la fiesta, en la casa de Linda King.
Llamé a Locklin y le dije lo que me había pasado. Él me contó lo que había sucedido después en la fiesta.
“Bukowski le siguió gritando a Linda y ella le decía que estaba haciendo una escena. Entonces él se fue de la casa, prendió el carro y se largó”.
Locklin me dio el teléfono de Linda King. La llamé y le expliqué lo sucedido. Ella no se acordaba de mí pero me dijo que no había problema que fuera y recogiera las llaves. Fui hasta su casa con mi esposa. Era un día de sol, con palmeras y el cielo de fondo. De día, me di cuenta por primera vez de que ella vivía en un barrio residencial relativamente silencioso y agradable, no como la zona de guerra donde vivía Bukowski.
Fui hasta la puerta y mi esposa me esperó en el carro. Toqué y Linda abrió. De nuevo le expliqué lo que me había pasado.
“Dejé mis llaves aquí anoche”.
“Claro”, dijo, “entra”.
“Pero solo un momento”.
Bukowski, que se mantenía en su propio apartamento en Hollywood cuando no vivía con Linda, no estaba por ninguna parte. Me alegré de eso. Encontré las llaves y salí disparado con miedo de que de todas maneras apareciera por ahí. Me imaginé que iba a estar más enfermo y enguayabado que yo y que todavía tenía mucha rabia. Mis intenciones no eran para nada enfrentarme con él.
Dana estaba preocupado porque a Bukowski no se le iba a olvidar lo que le había hecho, que el Viejo León la iba a emprender contra él. Dana tenía la hipótesis de que Bukowski odiaba a los poetas jóvenes porque él ya estaba viejo y le daba miedo que los jóvenes se quedaran con todo (con las mujeres y con la poesía). El Viejo León se estaba defendiendo. En principio, Dana lo entendía pero tenía la esperanza de que a Bukowski se le hubiera olvidado el incidente. Eso le preocupaba a Dana y le preguntó a John, a Gerry y a mí si creíamos que eso iba a representar un problema si de pronto se encontraba con Bukowski de nuevo. Le dijimos que no pensara más en eso, que a lo mejor Bukowski había estado enlagunado pero Dana seguía preocupado.
Los volantes estaban por todas partes en la universidad: grandes afiches en blanco y negro anunciando el segundo aniversario de la Semana de la Poesía. La cara de Bukowski estaba por doquier, en el bienestar estudiantil, en la cafetería, pegada a las carteleras de los pasillos de la facultad de humanidades. John y yo nos pasamos toda una tarde pegándolos.
La noche de la lectura de Bukowski, Locklin lo recogió en Hollywood. John y Gerry lo llevaron a un restaurante mexicano para que comiera y bebiera.
Alrededor de una media hora antes de que empezara la lectura, me encontré con Bukowski, Linda King, Locklin y John Kay subiendo por la colina hacia el auditorio donde los estudiantes ya estaban entrando. Bukowski no me dijo nada cuando me vio y entonces me uní a ellos. Aparentemente se le había olvidado lo de Dana y yo, o no me asociaba con Dana o no le importaba un carajo ni lo uno ni lo otro.
Como siempre, era un manojo de nervios cuando tenía que leer. John le dio el cheque y él se lo metió en el bolsillo de la camisa. Luego se dobló y empezó a vomitar en el parqueadero cerca a los edificios del bienestar estudiantil.
“Siempre vomito antes de una lectura. Calma los nervios”, dijo. Linda y él caminaron cogidos de la mano hacia el edificio. Yo los seguía a corta distancia.
Fue una lectura totalmente diferente a la que me había tocado ver el año anterior. La multitud estaba animada, ansiosa y algo hostil. Un hippie de pelo largo en la parte de atrás interrumpía a Bukowski en mitad de los poemas y le hacía preguntas groseras. “Vete a la mierda, hijueputa”, le murmuraba Bukowski con calma, sin perderse donde iba leyendo.
Estaba cada vez más borracho. Los profesores más moralistas se quejaban porque se había gastado plata de la universidad para traerlo.
Esta vez leyó poemas nuevos, no los viejos de siempre, y parecían a medio hacer. Estaba intentando con algo nuevo y eso no funcionaba con el público. Tartamudeaba y su voz se apagaba hasta lo inaudible al final de cada poema, entonces insultaba al auditorio: “Lo único que ustedes quieren es mi sangre, mis huesos...”.
Luego todo terminó y él parecía muy contento con eso. Yo reprimí el impulso de preguntarle durante la lectura cómo hacía él para ser un hombre tan feo pero me alegré de no haberlo hecho. Ya todo se había acabado y él estaba feliz. Tenía el cheque en su bolsillo. Sugirió que fuéramos a La 49 y que nos perdiéramos de la rasca.
Fui a mi casa para organizarla, de tal manera que apareciera una hora después en el bar y así no fuera tan visible. Mi libro nuevo de Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones estaba en la mesa de la cocina. Era una edición barata con una horrible foto de Bukowski en la cubierta. Impulsivamente, me lo llevé. Dana y yo habíamos discutido la posibilidad de que nos firmara algunos libros si podíamos. Pero no estábamos muy seguros de si lo debíamos hacer; era tal vez una obligación y a lo mejor se enojaba. Qué carajos, pensé. Y me llevé el libro.
Bukowski estaba en la barra, Linda al lado de él, un vaso grande de cerveza al frente, su cigarrillo con una larga ceniza. Los estudiantes se le acercaban para hacerle las preguntas de siempre sobre literatura, sus libros y su vida. Querían un pedazo de él para llevárselo a la casa, un trozo de carne del cuerpo que se podría. Los odiaba y los soportaba.
Dana y yo nos sentamos atrás cerca de las mesas de billar.
“¿Será que le pido que me firme el libro?”.
“No sé”, dijo Dana. “Yo pensé lo mismo pero me dio miedo. Ahora me parece que debería haber traído uno o dos libros para que me los firmara. A lo mejor no vamos a tener otra oportunidad”.
Yo tenía mi libro pero no tenía fuerzas para hacerlo firmar. Nos devolvimos y nos quedamos de pie viendo jugar a la gente en las maquinitas.
“Él es el Viejo León”, dijo Dana, “que desprecia a los jóvenes poetas. Tiene miedo de sus pelotas. Tiene miedo de que tomen su lugar y él sabe que algún día tal vez uno de ellos lo va a hacer y eso le da terror”.
Me acerqué a la barra con mi libro de Erecciones, etc. y dije algo para llamar la atención de Bukowski.
“¡Déjalo en paz!”, dijo Linda King, “¡deja a mi hombre en paz!”.
“No le voy a hacer nada”, dije, “solo quiero que me firme el libro”.
Bukowski se volteó y me miró con un gran cansancio. Yo llevaba una hora en el bar y él llevaba dos y ya estaba mamado de la actuación. Estaba más borracho que la otra vez y estaba por hacer algo. Cuando vi la expresión de su cara, quise no haber ido. Me prodigué en elogios sobre él intentando ocultar mi miedo.
“Me encantan los cuentos, la verdad es que me matan”.
“Pura mierda”, dijo.
Cogió el libro, sin ningún cuidado lo descargó en la barra mojada y bruscamente lo abrió de par en par de una manera que se veía que no tenía ninguna consideración por los artefactos literarios. Con un lapicero hizo unos garabatos salvajes y desordenados que eran como dos grandes figuras de él y de Linda con muchas otras pequeñas figuras (los estudiantes, colados y aduladores) debajo de las figuras grandes. En la página del frente escribió “Pa’ ti: ¡Vete a la mierda!”. Y firmó “buk”. Luego hizo garabatos sobre la foto de la cubierta.
Yo cogí el libro, sintiéndome un tonto, un gusano, un miserable insecto. Cuando volví donde Dana se lo mostré.
“Maldita sea, no haber traído mi libro”, dijo.
Por accidente me lo encontré de nuevo en el bar esa noche. Venía del orinal pero yo había tomado la decisión de estar lo más lejos posible de Bukowski durante el resto de la noche.
Estaba bailando solo en el pasillo, ajeno a todos, celebrando su propia locura borracha, levantándose por encima de todo, de todos nosotros, por encima de ese estúpido momento. Por encima de todos aquellos que anhelaban un poco de lo que quedaba de su alma para apreciarla como mejor les convenía. Él era la víctima, nosotros los carroñeros. Pero él era Bukowski, Zorba el griego, bailando en medio de la muerte y de la locura.
No pensé que me había visto al pasar, pero él me agarró con su mirada y ahí me detuvo. Creí que a lo mejor me estaba confundiendo con mi amigo Dana. Teníamos casi la misma estatura y la misma edad y ambos teníamos el pelo bastante largo y oscuro. También usábamos las mismas gafas de marco de metal. A lo mejor pensó que yo era el tipo que me quería robar a su mujer. Tal vez pensó que le iba a pedir algo más. O tal vez me tomó por lo que verdaderamente era: un entusiasmado e inmaduro poeta que necesitaba que le dieran una lección.
Cuando sus brazos se alzaron al aire por encima de mí supe que ya no estaba bailando y que se estaba preparando para hacer lo que había planeado toda la noche. Sabía que lo iba a hacer y que se iba a sentir mejor por un momento, que él triunfaría. Pensé en pegarle primero en defensa propia. No soy fuerte ni boxeador. Si tenía suerte y él estaba lo suficientemente borracho, tal vez lo noquearía. Si lo tiraba al piso, de pronto se pegaba en la cabeza. Y a lo mejor se mataba en la caída. Sería responsable de la muerte del más grande poeta de Estados Unidos. Si no lo noqueaba, a lo mejor me daba una paliza del carajo. Decidí no hacer nada y esperar a ver qué pasaba.
Esperé a que sus brazos bajaran. Me golpearían los hombros o la cabeza. A lo mejor me iba a herir. Y podría haber ambulancias, policía.
Gruñó, acumuló un gargajo en la boca y mi cara muy bien lo sintió. No podía creer lo que estaba pasando. Me escupió en la cara.
Regresé a la mesa. Absolutamente nadie lo había visto.
“¿Qué estaba haciendo allá, qué te dijo?”, preguntó Dana.
“Me escupió en la cara. Charles Bukowski me escupió en la cara”.
Eso se regó como pólvora. Todos me apoyaron. “Es que es un hijueputa”, dijo Locklin, disculpándose por Bukowski. Dana pensó que eso iba para él y que yo había sido la víctima. John estaba enojado con Bukowski. Varios de mis amigos me dijeron que no iban a leer más sus libros.
Por supuesto yo le eché la culpa a él y no a mí. ¿Cómo me hacía eso, un admirador que había comprado sus libros, que se los había leído, alguien que creía en su genialidad? Con el tiempo empecé a odiarlo. Deseaba su muerte. Boté los afiches donde estaba su fotografía. Casi boto sus libros incluido el que había autografiado pero en lugar de eso los metí en una caja.
Finalmente los saqué de la caja. Ellos suplicaban que fueran leídos. Nadie era tan bueno. Algo tenía que leer.
Con el tiempo lo perdoné. Y yo me perdoné a mí mismo por ser el tipo al que escupieron. Mientras fui envejeciendo y me fui convirtiendo en artista y en persona, también empecé a comprender lo que él había hecho y por qué tenía que hacerlo. Incluso lo tomé como algo positivo. Una especie de bautismo con saliva, una limpieza en la sangre del cordero.

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