martes, abril 06, 2010

La nouvelle vague sigue entre nosotros


Picoteando en Revista Ñ, encuentro en su penúltima edición un excelente artículo de Ángel Quintana: La nouvelle vague sigue entre nosotros.
Para todos los que fagocitamos cine nos queda claro que el legado de los cineastas que conformaron La nouvelle vague mantiene su frescura, no ha envejecido. Es prácticamente imposible entender, apreciar y disfrutar del cine de hoy sin tener en cuenta lo hecho por Claude Chabrol, Jean Luc Godard, Francois Truffaut, Eric Rohmer y demás. Ellos siguen siendo la semilla de la que todo artista no debe dejar de alimentarse, frecuentar. Esta gente reinventó la manera de hacer cine, nos abrió la mente.

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El cineasta Jean Luc Godard aparecía recitando un fragmento de Los orígenes del totalitarismo de Hannah Arendt en una película de su compañera Anne-Marie Mieville cuyo título es de una elocuencia abrumadora: Nous sommes tous encore ici (1997, Aún estamos todos aquí). El título, sacado de una epístola de san Pablo, resume algunas cuestiones básicas sobre el auténtico sentido que puede tener la idea de resistencia en el cine contemporáneo, en medio de un panorama marcado por la mutación de los sistemas de escritura, el retorno a la espectacularización y la demonización de las rupturas. Resistir no equivale únicamente a establecer una reflexión sobre el papel que el cine ejerce hoy en el contexto de la cultura, sino que también tiene que ver con la condición política de los individuos que se han encontrado perdidos frente a los numerosos signos visuales generados por los excesos perceptivos del audiovisual contemporáneo. La resistencia de Godard podría hacerse extensiva a la mayoría de los cineastas de la nouvelle vague, que después de cincuenta años de creación siguen estando allí, rodando unas películas que nos recuerdan que la modernidad aún existe.
En el 2009, año del quincuagésimo aniversario de la nouvelle vague, cuatro cineastas estrenaron sus últimas películas en Francia. Claude Chabrol rodó Bellamy con Gérard Depardieu; Jacques Rivette llevó sus juegos sobre la representación hacia el circo en 26 vues du Pic Saint Loup;Agnès Varda celebró sus ochenta años con una curiosa biografía intelectual titulada Les plages d´Agnès;y Alain Resnais se mostró deslumbrante en una obra cargada de vitalismo titulada Les herbes folles. Mientras, Godard tiene previsto estrenar en Cannes su nuevo trabajo, Socialisme.
Es evidente que la muerte de Eric Rohmer el pasado enero supone un signo inquietante. La edad y la enfermedad sellan, inevitablemente, el futuro creativo de unos cineastas que han marcado la historia del cine, pero es preciso insistir en que la fuerza de la nouvelle vague no reside únicamente en la importancia de sus obras, sino en su legado. Y este es tanto un legado estético como moral.
La historia oficial indica que Charles de Gaulle liberó Francia, pero Godard, en Eloge de l´amour (2002), nos recordaba que los instantes decisivos de la liberación se produjeron unos años más tarde, en otros terrenos, gracias al peso que adquirió el compromiso intelectual frente a la cultura dominante. Ese compromiso fue expresado mediante una serie de movimientos cercanos al espíritu de la modernidad, como la nouvelle vague o como esa gran puesta en cuestión colectiva que supuso para la juventud Mayo del 68. Los tiempos modernos, que alcanzaron su cenit en el contexto de la sociedad del bienestar, surgieron como un tiempo de resistencia porque entre la realidad y la esperanza de una nueva realidad se abrió un abismo que ni siquiera el peso de la utopía pudo llegar a transformar. La nueva realidad europea no sólo marcó el devenir de la historia, también transformó el devenir de un cine moderno cuyo auténtico epicentro se encontraba en Francia.
Los cineastas de la nouvelle vague fueron capaces de perfilar un movimiento único dentro de la historia del cine. Sus películas se gestaron en 1959, a partir de su experiencia como espectadores. Su pasión por la imagen les permitió utilizar la cinefilia como sistema cultural. Su reflexión sobre la práctica no se produjo desde el interior del artesanado, ni desde el aprendizaje técnico del oficio, sino desde la propia escritura. La modernidad cinematográfica se gestó desde la reflexión en torno a los modelos de escritura de los clásicos del cine americano. Sin embargo, las películas de la nouvelle vague se postularon como hijas del aire de su tiempo. Jean Luc Godard no cesó de escribir su historia en presente. Sus personajes vivían los conflictos generados por la guerra de Argelia (Le petit soldat,1951), por las obras de construcción de las rondas periféricas de París (Deux ou trois choses que je sais d´elle,1967) o por las tensiones derivadas del modo como los postulados revolucionarios podían desembocar en la acción política (La chinoise,1967). Jacques Rivette estableció en su primer largometraje, Paris nous appartient (1960), una curiosa teoría de la conspiración que enlaza con los temores de la sociedad francesa derivados de la guerra fría, mientras que Alain Resnais nos mostró en Hiroshima mon amour (1959) y en Muriel (1963) un retrato del individuo moderno atrapado por las heridas de la historia y la memoria. A pesar de esto, el auténtico cambio que introdujo la nouvelle vague no se produjo en el cine político, sino que se gestó en un cine capaz de diseñar fragmentos para nuevos discursos amorosos.
Eric Rohmer diseñó sus seis Cuentos morales como un tratado sobre la seducción amorosa. Los elementos clásicos presentes en las novelas de Laclos o en las piezas teatrales de Marivaux se adaptaron a la nueva sociología urbana parisina para recordarnos de qué modo lo que se estaba transformando no sólo era el paisaje, sino también las relaciones humanas. El nuevo libertino era un personaje dubitativo, perdido en las inquietudes generadas desde su propia moral, que se sentía incapaz de traicionar a la mujer de sus primeros encuentros por una segunda mujer. François Truffaut nos habló, en Jules et Jim (1963), de los vaivenes de la pasión amorosa, de cómo el amor se esfuma y resulta difícil de atrapar o retener. Esta interesante vía de reconfiguración de los destinos amorosos encontró su prolongación y su canto del cisne en la obra de Jean Eustache. De forma periférica al espíritu de la nouvelle vague, habló en Le père Noël a les yeux bleus (1966) de las frustraciones sexuales de los jóvenes de provincias, hasta el punto de finalizar la película mostrando a los pequeños burgueses perdidos por las calles de Narbona gritando, el día de Fin de Año, que desean ir hacia el burdel. En cambio, en La maman et la putain (1973), Eustache presentó con toda crudeza el caos amoroso de esa generación que había conseguido llevar a cabo la revolución sexual pero que se encontraba perdida al no haber hallado el camino para llevar a cabo su educación sentimental.
En medio del incierto panorama que atraviesa el cine europeo actual, el fenómeno de la nouvelle vague puede considerarse un caso muy particular. Hoy, una serie de cineastas de ochenta años, con más de cinco décadas de oficio a sus espaldas, ha conseguido atravesar la frontera del nuevo siglo para instalarse en el corazón de un cine en proceso de transformación debido a los cambios motivados por la cultura digital. Sus películas aún tienen muchas cosas que decir y un claro espacio que explorar en el corazón de la sociedad. Su visión del mundo está atravesada por una clarividente sabiduría existencial, mientras que su trabajo formal sigue siendo el resultado de una serie de opciones estéticas determinadas. Estas opciones surgieron en un momento histórico muy concreto - el auge de la modernidad cinematográfica en los años sesenta-,pero su lección continúa vigente tanto en el cine francés - Olivier Assayas, Arnaud Desplechin, Pascal Ferran, Claire Denis, Mia Hansen Löve, Alain Guiraudie...-como en el cine mundial, especialmente en el cine asiático, donde directores como Nobuhiro Suwa, Tsai Ming Liang o Huo Hsiao Hsien no cesan de explorar la significación de esa herencia.
Un legado con futuro La reflexión sobre los sistemas híbridos de escritura cinematográfica y la reformulación del tono ensayístico mediante un juego con las texturas de la imagen fílmica contemporánea que han propuesto directores como Godard o Chris Marker - otro autor periférico del movimiento-resulta más transgresora que buena parte de los trabajos que desde el territorio del arte hacen alarde de la existencia de un after cinema que nunca acaba de concretarse. Por otra parte, los juegos sobre la idea de complot que Jacques Rivette ha articulado desde que realizó su primer largometraje (Paris nous appartient),no hacen más que adquirir una extraña vigencia en medio de un mundo en el que la idea de la sospecha sobre la verdad de los medios de comunicación y la paranoia de un complot internacional que nos manipula sin cesar no deja de inscribirse en las imágenes cinematográficas de nuestro propio presente.
Pero la gran lección que instituyó la nouvelle vague reside, sobre todo, en demostrar que era posible la existencia de un cine joven basado en la ligereza absoluta de los sistemas de producción. En un momento en que las instituciones intentan resucitar el fantasma de las grandes producciones comerciales, el legado de la nouvelle vague sirve para no olvidar que las películas pequeñas son las más hermosas, que la juventud del cine no reside en la edad de sus cineastas, sino en el espíritu libre que alimenta las obras. Rohmer fue capaz de rodar con una cámara de 16mmy un equipo de cinco personas una obra tan bella como El rayo verde (1986). La ligereza del cine del futuro tendrá siempre en la nouvelle vague un importante referente.

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