miércoles, mayo 26, 2010

Cuento de Martín Roldán Ruiz: "La madrina"


Uno de los libros de cuentos que la está rompiendo entre los colegiales es ESTE AMOR NO ES PARA COBARDES (Norma, 2009), de Martín Roldán Ruiz. Y lo está haciendo en buena lid, sin trampas.
ESTE AMOR NO ES PARA COBARDES fácilmente puede salirse de la onda juvenil; lo disfruté cuando leí en manuscrito y una vez ya editado, en él tenemos un acercamiento visceral a los microcosmos de las barras bravas; no es, como podría pensarse, una especie de loa a los integrantes de la “torcida” blanquiazul, los cremas también tienen protagonismo y no quedan tan mal. En fin. El asunto es que "La madrina" en principio formó parte del libro, sin embargo, por criterios de contenido –el mundo de las barras bravas- tuvo que ser retirado, decisión que yo también hubiera llevado a cabo, lo cual no resta en nada la calidad del relato.


Muy pocos saben por qué le dicen la Madrina. Muy pocos conocen el lugar en La Victoria, de dónde sale para ir a un punto donde convergen semana a semana miles de personas. Muy pocos entienden que a su edad siga en esos trotes. Muy pocos serían capaces de hacer lo que ella hace. Muy pocos, de tantos. Yo mismo no la conozco demasiado. Pero eso no fue impedimento para reprimir unas lágrimas de pena cuando me dieron la mala noticia.
“La Madrina ha fallecido” fueron las palabras con que me detuvieron los minutos para pensar en una vida que había tenido bastante cerca sin haber compartido mas que gritos de gol, saltos de campeonato, cánticos de triunfo y puteadas de derrotas. Sí, todo aquello que pertenece al modus vivendi de lo que yo llamo el Homo Tribuno, esa evolución –otros dirían involución– del Homo Sapiens moderno que habita las tribunas de los estadios. Sobre todo en el de Alianza Lima.
–¿Cómo fue, qué paso?
–No sé, sólo me dijeron eso.
No podía reprimir la curiosidad de saber cuál había sido el motivo de su muerte. Lo más probable era su avanzada edad o su infatigable vicio del cigarro. Tampoco descartaba una posible venganza de la barra de Universitario, el eterno rival, que de tanto perder bombos y banderas por culpa de nosotros buscaban una desesperada revancha con tal de hacernos sentir su odio. Y es que la Madrina de tanto ser conocida en la tribuna, se había convertido en un símbolo para la Barra Sur de Alianza que hasta las hinchadas rivales habían llegado a conocer, y algunas a respetar.
Por eso la pronta nostalgia de no volverla a ver, me hicieron recordarla siempre a unos metros del bombo; a veces con su estampita del Señor de los Milagros que ponía al frente para rechazar las malas vibras o neutralizar los avances del equipo rival. O, en su defecto, juntando sus manos en una plegaria prolongada de cuarenta y cinco minutos cada tiempo y un intermedio para el infaltable cigarrillo negro, que la acompañaba desde aquellas épocas, cuando el futbol era la alegría y no el moderno opio del pueblo con que algunos lo conceptualizan hoy.
Es que la Madrina era de aquellos hinchas de Alianza Lima, que rayaba con la militancia política o con la fe religiosa. Una Dolores Ibarrouri de las graderías, La pasionaria de la popular sur. Porque no era de los que van muy cómodos a las tribunas preferenciales. Tampoco era de los que se sientan a los costados aprovechando la sombra de la tarde, no. Ella se plantaba en medio de la barra sin miedo a nadie, y con su anciana voz cantaba las canciones que todos cantamos, gramputea las gramputeadas que todos lanzamos, hasta fustigaba la falta de compromiso tribunero de algunos pandilleros y comemocos que se la dan de muy bravos, solamente porque en las calles avientan una piedra al bulto: “Muchachos de mierda, qué saben ustedes de esto…Yo les voy a enseñar de cuando Alianza bajo a segunda y lo iba a alentar a la cancha del Potao”.
La veíamos llegar por la avenida Isabel la Católica junto a la menor de sus hijas. Su andar coqueto de jarana antigua, resaltaba su mediana figura que traía la camiseta bien puesta debajo de alguna chompa tejida en sus tardes de jubilada. En medio de caras que daban miedo, su rostro surcado por quiebres, paredes y huachitas, tenía la primera opción para encabezar las colas de ingreso al estadio. Su lugar ya estaba reservado: El paravalancha al lado izquierdo del bombo. Allí nadie se atrevía a tocarla ni siquiera en los empujones que se dan cuando la tribuna insinúa apagarse, ni en la más brutal avalancha de gol. Los que estaban cerca de ella, preferían mil veces golpearse, a que la Madrina sufriera algún golpe que podría ser mortal debido a su edad. Ella ni se inmutaba por eso. De pie todo el partido, sus sentidos los concentraba en esas once camisetas que de tanto verlas, le habían coloreado la vida de azul y blanco.
Muchas veces fue fotografiada, celebrada y entrevistada. Ella no se sentía nada más que una hincha anónima que sigue a su equipo a todas partes. Porque a esas alturas de su vida, ya nada importaba más que eso. Por tal motivo, el año pasado se aferró con todas sus fuerzas a uno de los buses que nos iba a llevar a la ciudad de Huaraz para el partido contra el Deportivo Ancash:
–No, madrina, bájate no puedes viajar con nosotros – le dijo uno de los encargados de la barra.
–Yo no me bajo de aquí –respondió la Madrina aferrándose al bus y a su nieto de once años que la acompañaba.
–Ya pe’ madrina, nos estás retrazando ya tenemos que partir.
–No, yo no me bajo, yo viajo, yo quiero ir a Huaraz.
–Déjala que viaje –dijo uno.
–Sí, causa, déjala – pidió otro.
–Tú taz huevón ¿Y si le da un infarto por la altura, acaso te vas a responsabilizar?
El encargado tenía razón. Pero al ver que la Madrina no tenía la más mínima intención de bajar, más los pedidos de la gente y el apuro por salir de una vez, lo hicieron aceptar. Y en medio de los cánticos, los tragos cortos y el humo de la marihuana, la Madrina viajó soñando con un triunfo de Alianza, en su descanso profundo de hincha apasionada. Pero, en la mañana, faltando pocos kilómetros para llegar a Huaraz tuvo que bajar aún somnolienta del bus, porque se había malogrado.
Como sea la gente comenzó a subirse a lo que llegara y con unos amigos trepamos a una camioneta que aceptó llevarnos. Al partir vimos a la Madrina junto a su nieto, y un buen grupo de hinchas con la angustia de quedarse varados en la carretera. Quisimos subirla, pero el chofer no se detuvo a pesar de nuestras amenazas y protestas.
Fuimos de los primeros en llegar a Huaraz y conforme iban llegando los demás, nos dábamos cuenta de que la Madrina no aparecía. “Putamadre, capaz se quedó botada”, nos decíamos.
En la tarde, faltando pocos minutos para que empezara el partido, nos encontrábamos en las afueras del estadio Rosas Pampa, repartiendo las entradas y preparando las banderas y los instrumentos. Estábamos algo preocupados porque la policía estaba revisando a cada uno que entraba, sobre todo a los de Lima. Por tal motivo no sabíamos si meter la pirotecnia para la salida del equipo o dejarla tirada por allí. De pronto hace su llegada un camión y vimos descender una figura de amplias arrugas y cabellos canos sobrecubiertos por el tinte de pelo color rubio. ¡Era la madrina, había llegado tirando dedo! Nos sorprendió, porque, la verdad, ya nos habíamos olvidado de ella. Lo primero que hizo fue pedirnos su entrada. No supimos si echarnos a reír o vitorear la tenacidad de esa anciana por ver al equipo de toda su larga vida. Hasta que alguien lanzó un Olélé, olálá la madrina es de Alianza, la madrina es corazón. Todos coreamos sin excepción. Nos habíamos alegrado por su llegada, pero también porque ella era la más indicada para que ingresara las bengalas y la pirotecnia, escondida entre sus ropas. Nadie iba a sospechar de una anciana y no era la primera vez que lo haría.
Cuando un amigo y yo le contamos de esto a nuestras enamoradas, ambas sin conocerse dijeron lo mismo: “¡Qué linda, a esa edad yo quisiera ser como ella!”. Y sí, pues, a esa edad la Madrina llevaba su pasión a donde podía. Pero la cruda realidad me trajo de vuelta de los recuerdos y me dije que ya no, que ya no seguiría en ese itinerario de estadios y goles, porque justo se había ido el mismo día en que disputábamos el partido más importante del año, la final contra el Cienciano del Cuzco por el campeonato 2006.
No sé pero esa sensación de pena cuando me dijeron que había fallecido, ya la había sentido días atrás en la fiesta por los treinticuatro años de la barra, fundada un 4 de diciembre de 1972. La Madrina brindaba con su eterno vaso de cerveza y su cigarrillo encendido, junto a un grupo de antiguos hinchas. Cuando me acerqué para saludarla, la madrina me dijo: “Feliz día ahijado…toma tu vaso y brinda que este año salimos campeones”. Yo la abracé le dí un beso en la mejilla y le dije:
–No tome mucho, madrina, no le vaya a dar un soponcio y se nos muere.
–No, mi hijo, yo no me muero y menos ahora que el equipo está embalado para salir campeón.
Sí pues, Alianza estaba embalado y en las fechas que restaban jugarse, pudo llegar al partido final para salir campeón. Pero, la vida le había negado a la Madrina estar presente como siempre había sido. Y ahora que el equipo saltaba a la cancha, entre el estruendo de miles de gargantas, bombardas, banderas y pirotecnia, me sequé las lágrimas que habían caído tras la mala noticia y lancé una mirada al paravalancha de atrás que la cobijaba siempre. Entre la penumbra, por el humo de las bengalas, el papel picado y la euforia, pude ver el lugar vacío donde antes la veía. Y también, como una alucinación, que la apretujada de hinchas iba abriendo permiso a una figura que con dificultad avanzaba hacia el mismo lugar. Era la misma figura que se acomodaba sobre el fierro del paravalancha y que creía no iba a ver nunca más… ¡Era la madrina!
Sí, allí estaba. Mi sorpresa fue tal que se me erizó la piel y sufrí como un mareo. ¡No podía ser, allí estaba mirando la salida del equipo! Tenía la eterna estampita del Señor de los Milagros en una mano y su cigarrillo en la otra. ¿Estaba viendo visiones o de verdad era un fantasma?­ ¿O era la alucinada de la yerba que fumaban cerca de mí? Por poco me da un infarto de pensar que estaba viendo una aparición. Después de la impresión no me quedó más que gritar: ¡Resucitó, resucitó! Y me acerqué.
–Madrina no se había muerto, está viva.
–¿Y quién te dijo eso? Sólo llegué un poco tarde.
Miré al amigo que minutos antes me había dado la mala noticia, sonreía cachoso porque se sabía descubierto. Lo tomé del brazo y le increpé señalando a la anciana:
–¿Oe, huevas, no qué se había muerto?
–Jajaja ¿Imbécil, no te has dado cuenta que día es hoy?
–No.
–Es 28 de diciembre,
–¿Y?
–Día de los Inocentes, pues idiota, jajajaja.
No supe si reír o molestarme por la broma, porque no me parece bien jugar con la vida de las personas, pero sí entendí una cosa. Al ver a la Madrina en su eterno sitio y en su prolongada plegaria de noventa minutos, en medio de los saltos, los cánticos y la vorágine de los goles que al final nos dieron el triunfo y el campeonato de ese año, una alegría que para la Madrina era de la últimas que Alianza le iba a dar en la vida, entendí lo que alguna vez había leído decir a un filósofo en un libro de mi época universitaria: “Nunca se es demasiado joven para morir ni demasiado viejo para volver a nacer”.

1 Comentarios:

Blogger Edinson Salazar Romero dijo...

ME GUSTO MUCHO ESTE EL RELATO , AL IGUAL Q LA MADRINA SOY HINCHA ALIANCISTA , LLEVO LOS COLORES BLANCO Y ROJO TATUADA EN MI ALMA.
GRACIAS POR EL CORTO RELATO , ME ALEGRARON E HICIERON BROTAR ALGUNAS LAGRIMAS QUE NO LLEGARON A DESLIZARSE SOBRE MIS MEJILLAS , ESTE SENTIMIENTO POR LA BLANQUIAZUL NO ES PARA COBARDES¡¡¡ .. edinson

9:54 a.m.  

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