lunes, mayo 24, 2010

Nada que contar, sólo una historia inolvidable

Si me preguntan por el mejor cuentista norteamericano que he leído –si me ponen a escoger entre Cheever, Carver, Wolff y Yates, claro está- no tengo dudas en nombrar a Richard Ford. Leerlo en su faceta de cuentista es una de las mejores experiencias que me ha pasado como voraz lector. Ford es merecedor de un altar, hay que prenderle velitas, porque en este narrador está La verdad. Es por eso que no dejo de recomendar sus libros de cuentos, como ROCKSPRINGS.
Ahora, como novelista no se queda nada atrás. Fuera de su conocido ciclo novelístico de Frank Bascombe, tiene una novela que hay que leer con los dientes apretados: INCENDIOS, a la que varias me he referido con justificado entusiasmo en este blog.
Cuando con mis patas converso de esta novela, llegamos a la conclusión de que se trata de la más personal de Ford, en la que tenemos como centro de especulación a la figura de la madre. Tarde o temprano, Ford tenía que dedicarle un libro a su progenitora y por ende saldar su deuda como hijo y también como escritor. Es por eso que me resulta sumamente agradable encontrar –en la última edición de Babelia, dedicada exclusivamente a la Feria del Libro de Madrid- una reseña de Benjamín Prado de MI MADRE, el libro de 79 páginas de Ford. Nada que contar, sólo una historia inolvidable.

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Este libro no cuenta nada, excepto una historia inolvidable; es una autobiografía que narra la vida de casi todo el mundo y no enseña nada que no sepamos, pero nos obliga a aprenderlo. Todo eso parecen simples paradojas, pero no lo son, porque al escribir el retrato de su madre, una mujer cuya existencia resume diciendo que llevó "una vida que no requiere ningún comentario", pero que a él le dio "lo que una gran obra literaria conferiría a su lector devoto", lo que hace Richard Ford (Jackson, Misisipi, 1944) es ponernos en los ojos o lo que ya nos ha pasado o lo que nos espera: la pérdida de nuestros padres y, con ella, la de una parte esencial de nuestra identidad; y antes de eso, la entrada del dolor en una realidad que, de pronto, se llena de ambulancias, servicios de urgencia, transfusiones de sangre y noches que amenazan con ser la última y que te obligan a buscar tu sitio en la muerte de tus padres. Hay que tener cuidado al hacerlo para evitar después el remordimiento que tortura a Ford: ¿pudimos ser más generosos, ponerle más impedimentos a la mezquindad y al egoísmo?
Antes del final, el autor de Incendios descubre que investigar a nuestros padres nos lleva siempre a un territorio extraño por dos motivos: nos emparenta con otra época y nos hace ver como desconocidos a personas de las que pensábamos saberlo todo y a las que cuesta aceptar en otro papel que el de adultos responsables. Todo lo que no se puede imaginar es un misterio, y es difícil figurarse a nuestros padres como dos jóvenes despreocupados que lo pasaban bien y no miraban atrás, felices aunque atrapados "en un torbellino que no ofrecía en realidad un sitio adonde ir".
La muerte del padre lo cambió todo, y Ford explica que a partir de ese momento su madre empezó su propia cuenta atrás. El cáncer acabó el trabajo y Ford, que es uno de esos escritores en los que cada frase es un rastro que te obliga a ir a la siguiente, lo cuenta con emoción, sin patetismo, de modo que la simple vida de su madre exprese la complejidad de la existencia en general. Una pequeña joya.

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