viernes, mayo 21, 2010

En la frontera de una nueva época (Entrevista a George Steiner)

Estuve leyendo LENGUAJE Y SILENCIO de George Steiner. Es un libro que me prestaron y que no sé cuándo devolveré. No es que me lo haya cabeceado, en absoluto. Su dueño tiene en su poder varios libros míos de valía. Pues bien, Steiner es un humanista en todo sentido. Leerlo amplía nuestra idea no solo de la literatura, sino que también nos confiere luces de una ética del pensamiento, asentada en una postura franca y llena de autocrítica.
Pues bien, en mi cuenta de Yahoo –en uno de los tantos envíos del editor David Abanto- encuentro una entrevista a Steiner, a cargo de Felipe López Veneroni, publicada La Gaceta del Fondo de Cultura Económica, en 1998, y reproducida en el 2002 en Libros y Artes, la revista de la Biblioteca Nacional.
Atención a las opiniones del maestro.


E n su ensayo En el castillo de Barba Azul, usted señala que el “abrir puertas, es el trágico mérito de nuestra condición”. ¿Hemos llegado a ese punto en la historia en que, más bien, estamos comenzando a cerrar las puertas, especialmente en lo que toca al pensamiento humanístico?
-No. Seguimos abriendo puertas. Más en las ciencias que en las humanidades. Las puertas de las ciencias, que están conectadas con la creación artificial de la vida, con el rediseño genético de la persona humana, o con la posibilidad de destruir el planeta por medios nucleares o por la vía de la guerra bacteriológica, son puertas que, de abrirse, realmente podrían llevarnos al aniquilamiento de la humanidad. Es la primera vez en la historia del hombre que esa terrible fantasía apocalíptica se puede convertir en una realidad, una realidad práctica y empírica.
En las humanidades, en cambio, yo me atrevería a decir que hay varios temas tabú, muy peligrosos. Por ejemplo, la relación entre raza y ciertas facultades o capacidades humanas. Desde luego es una pregunta que tiene una orientación científica, pero también tiene un lado humanístico y filosófico. Pero recuérdese, las humanidades hoy están prácticamente abocadas en su totalidad a ver hacía el pasado. Nunca antes en la historia del pensamiento humanístico había sido esto tan cierto como hoy.
Con base en los datos más recientes, observamos que en la radio de calidad de los Estados Unidos y de Gran Bretaña, por ejemplo, 96% de la música que se programa fue compuesta antes de 1900... ¡96%! Nuestros museos hoy son más grandes que nunca, repletos con obras del pasado, nuestras ediciones sobre los grandes clásicos del pasado son más voluminosas y están mejor informadas; vamos, yo lo he planteado de la siguiente forma: intuitivamente, en la cultura occidental, presuponemos que ya no habrá un nuevo Mozart, o un nuevo Shakespeare o Dante o Goethe.
Ésta es un lógica idiota, porque mañana mismo podríamos tener un nuevo genio de esa estirpe. Pero, en el fondo, realmente no pensamos que esto sea posible. Y este escepticismo autoasumido significa que nosotros los humanistas siempre estamos caminando con la cabeza vuelta hacia atrás, nuestra mirada fija en la puesta del sol. Somos, en realidad, archivistas de museo. Eso, por supuesto, es una diferencia fundamental con los científicos.
-Usted ha tocado el tema del arte. ¿Puede decirse que la producción artística contemporánea se encuentra divorciada del gran público, de lo que la gente por lo general consideraría algo valioso y con sentido?
-Permítame ser muy cuidadoso en esto. Tenemos que plantear una distinción. Cualquier niño hoy responde ante un Picasso. Y la forma en que esto sucede es muy interesante. Cuando Picasso comenzó a exponer su obra, gente como usted o como yo señalábamos que había siete narices, ocho ojos, que era algo absurdo. El niño dice, en cambio, es como un programa de televisión; esa mujer está girando su cabeza. El niño no tiene problema alguno para comprender esa forma de movimiento «congelado», para relacionarse con la multidimensionalidad simultánea en la obra de Picasso. Por ello, es difícil decir que el arte que hoy se nos presenta como problemática en cuanto a su significado o su forma no pueda convertirse, en un lapso breve, en algo clásico. Para la mayoría del público hoy, Stravinsky ya no representa ningún problema. Quizás no guste, pero desde luego se admite su grandiosidad.
Yo plantearía el problema en otros términos. Picasso utiliza mil formas pictóricas del pasado: Velásquez y Manet, Goya y Fra Angélico. Picasso es la antología más grande del arte occidental. Es como si un artista dijera: «yo seré el museo del pasado total. A través de mis obras, se podrá conocer la historia de toda la pintura, desde lo rupestre y los altorrelieves griegos, hasta lo más actual ». Si se ha dado alguna obra realmente nueva, realmente distinta... no lo sé, tal vez esté equivocado, pero pienso en Bacon. Posiblemente la obra de Bacon sea algo realmente terrible y nuevo. Es un tipo de pintura horrorizante que no se encuentra prefigurada o expresada en Picasso. Bacon ha dado un paso diferente.
Sin embargo, si usted me preguntara cuáles son las grandes formas creativas, plásticas, de la actualidad, seguramente son el cine y la televisión. Es decir, estamos ante una situación completamente distinta. Yo siempre le señalo a mis alumnos que Shakespeare habría sido el guionista de televisión más grandioso. No habría tenido reparo alguno ni ningún temor en utilizar ese medio, transformándolo, llevándolo a una metamorfosis completa. Somos un tanto esnobs en este asunto, pero en realidad la gran pregunta que nos queda es si la producción mediática es efímera... Si la más grande producción televisual resulta efímera.
Esa es la pregunta. ¿Puede verse una película más de tres o cuatro veces antes de que pierda un valor significativo para nuestra percepción interna? Uno puede leer un poema miles de veces, uno puede ver muchas veces una obra de teatro determinada, o apreciar un Rembrandt sin que éste agote todas sus posibilidades significativas.
Nuestra relación tradicional con la muerte está cambiando. Hoy en día la mayor parte de los artistas y quizás de un vasto público no podría sino reírse ante la pretensión, propia de los artistas de antaño, de que la obra trascienda al creador, que permanezca en el tiempo o en el espacio más allá del momento mismo de su creación. Mis alumnos simplemente dirían ¿a quién demonios le importa eso? Nosotros queremos estar y agotarnos en el presente, en el ahora.
Por eso me atrevo a aventurar que quien mejor ejemplifica la ruptura radical en el arte contemporáneo es Marcel Duchamp y el artista francés de la autodestrucción, Tanguy, que elabora esas grandes estatuas en metal, diseñadas específicamente para colapsarse, es decir, para ser efímeras. Son un happening y Tanguy dice «no quiero ser inmortal. Quiero ser ahorita, una sola vez. Me importa tener un profundo gozo metafísico inmediato y para nada me interesa terminar, en un futuro, como parte del cementerio de un museo».
-¿No es ésa una posición semejante a la que vaticinó Warhol respecto de los medios electrónicos, en el sentido de que éstos permitirán a todo el mundo alcanzar 15 minutos de fama mundial instantánea?
-Por supuesto. Y eso es algo muy difícil de refutar. Sin una teología religiosa uno realmente no puede refutar esa posición. Después de todo, quizás estos artistas y estos jóvenes tengan razón. Pero los últimos dos o tres mil años, el arte occidental ha operado con base en la ambición de ser eterno, de sobrevivir y tal vez eso ha sido un gran error... No lo podemos saber.
-Más allá de ser un campo académico, el pensamiento humanístico presupone una forma de concebir el mundo y de establecer, por así decirlo, una relación peculiar con el tiempo y la comunicación. En su artículo-conferencia sobre El fin de la cultura libresca, usted argumenta que las condiciones actuales de vida hacen poco menos que imposible establecer esa relación con el silencio, la concentración y el tiempo de reflexión propios de la lectura. ¿Se ha modificado en ese sentido el carácter del pensamiento o de la actitud humanística respecto de la cultura?
-Sí. La noción de cultura vigente se ha volcado hacia lo público, hacía lo colectivo, como algo más bien social. Cada vez hay menos intimidad, sólo aquellos que gozan de una posición económica desahogada pueden aspirar a cierta vida privada, el silencio, a la propiedad de sus libros y su espacio. La consecuencia de esto es la concepción de que ese tipo de relación con la cultura –encarnada en el acto de leer, por ejemplo, bajo ciertas condiciones de silencio y con el tiempo suficiente– corresponde a un mundo fenecido, propio de una élite cada día más reducida, y supone una perspectiva de cultura que ya no opera en nuestro mundo.
Los jóvenes hoy quieren estar juntos. Se asumen como tales en la multitud de un concierto de rock, de un rave. Estos son prácticamente idénticos, no importa si se dan en Valparaíso o Murmansk, en Estocolmo o Johannesburgo. Aun sin compartir la misma lengua, estos jóvenes se entienden mutuamente, cosa que no podrían hacer a partir de un texto.
Es decir, sus espacios de relación y comunicación se dan en el contexto del éxtasis colectivo, propio de esta época del posjazz, incluso del posrock; se identifican en el mundo del heavy metal, del rave y del éxtasis. Decir que lo detesto, que más que música se trata del ruido de animales, no constituye una respuesta. Porque para muchos de estos jóvenes nada podría ser más aburrido que un concierto de Bach o una sinfonía de Mahler.
-¿Podría pensarse entonces que nos estamos moviendo hacia formas de interrelación cultural más horizontales, más democráticas?
-La democracia es una palabra complicada. Yo diría, más bien, formas populistas y colectivas. Prefiero esos términos, porque dan una idea más exacta de que el principio, profundamente político, subyacente en esta actitud contemporánea es que cualquiera tiene el derecho –en el sentido warholiano del término al que nos referíamos antes– a acceder a ocupar un lugar (y a los medios para lograrlo) en el espectáculo público.
Ahora bien, uno de los aspectos más interesantes respecto de los raves es que, en otras formas de expresión cultural, por ejemplo, en un concierto de Toscanini, uno por lo general se sienta, se calla y escucha. Vamos, se trata de no hacer ruido, de no interrumpir la interpretación, ni siquiera con un ligero carraspeo. En el rave, en cambio, el público responde a y se mueve con cada nota. Es una suerte de colaboración activa que influye en (y se requiere para) el resultado final.
Los participantes actúan dentro de un rito que ellos mismos ayudan a plantear y a ejecutar. No es el caso de un concierto de música clásica, o aun de jazz, en el que la suposición básica es que el espectador sea precisamente eso; alguien que no interviene, que debe guardar silencio. Para mí ésta es una diferencia política, una diferencia que está en el centro mismo de la política. No olvidemos que las formas estéticas son la expresión visible de las crisis políticas.
-No quisiera adentrarme mucho en este asunto pero, de acuerdo con lo que usted señala, ¿no hay cierta relación entre estas expresiones colectivas como el rave y los mítines propios de los fascistas o los nacional- socialistas?
-O tal vez estamos presenciando actos rituales parecidos a los que se daban en la Grecia clásica... ¡cuidado! Vamos, entiendo el sentido de la pregunta y comparto esa inquietud, pero no quisiera ser tan contundente en esta apreciación. Quizás muchas de las formas artísticas más representativas de Occidente han tenido su origen en formas parecidas de abandono colectivo, en el que, para bien o para mal, existía un cuerpo común, una unidad corpórea. En los últimos dos mil años, la cultura occidental ha perdido esa corporeidad. Creo que eso ha terminado.
-Muchos de los escritores de mediados de este siglo –pienso en Camus o Miller– presentan una imagen del hombre contemporáneo como alguien profundamente solo, incapaz de relacionarse con sus semejantes o de construir un espacio de significación para su vida.
-Sí, como en La caída o en La muerte de un vendedor. Pero yo soy un tanto escéptico sobre esta imagen del hombre moderno. Siempre ha habido una enorme soledad. Rilke anduvo solo por el mundo, Kierkegaard no podía relacionarse con nadie... La soledad de Rimbaud o de Baudelaire... Hubo una gran soledad en Góngora. Lo que sí es nuevo es que autores como los que menciona vieron que, en el contexto de las dos grandes guerras de este siglo y ante el Holocausto y los campos de exterminio masivo, alguien que se considera como un ser profundamente moralista necesariamente es un solitario. Y esos dos escritores eran, en realidad, moralistas. Siempre he creído que incluso Henry Miller es uno de los puritanos norteamericanos más moralistas, en ese sentido tradicional de la cultura anglosajona.
Ahora bien, quienes hoy en día realmente entienden las motivaciones de la conducta humana, quienes mejor comprenden cómo está compuesto y estructurado el mundo, no son los escritores, los poetas, ni mucho menos los sociólogos o antropólogos, sino los publicistas. Los publicistas y la gente que trabaja en los medios electrónicos de entretenimiento masivo realmente captan el sentir colectivo actual, los deseos del público. Tal vez porque ellos mismos ayudan a moldear esos deseos, o tal vez porque han sido capaces de hurgar en los rincones más oscuros, más infantiles, de la percepción. Lo cierto es que, ante una transmisión de televisión, ante una serie de caricaturas o de comedias, la literatura, el arte o la música formal han perdido terreno. Poco o nada tienen que proponer.
Lo que estoy tratando de decir es que probablemente hoy no sólo haya tanto talento en el mundo como en otras grandes épocas, sino que ese talento ha encontrado una vía de canalización preocupante. Lo que asusta, en efecto, es la forma en que ese talento se aplica. Y qué duda cabe que los medios electrónicos son uno de los puntos de referencia más contundentes de cómo se aplican las nuevas formas de talento.
Me parece incluso que alguien como Shakespeare, de vivir hoy, no tendría ningún reparo en utilizar los medios electrónicos, en valerse de ellos para crear. Tal vez las líneas que escribió para Romeo y Julieta tendrían un efecto extraordinario en la venta de perfumes. Bueno, en realidad, se están utilizando parlamentos de Romeo y Julieta para vender perfumes. Y es que, a final de cuentas, el arte va a donde haya dinero. No se puede vivir del aire. ¿Pueden las humanidades, puede la literatura, ofrecer algo para comprender o paliar esta situación, este desequilibrio? Creo que no. Creo que estamos ya en la frontera de una nueva época, en la que no habrá mucho espacio para la cultura occidental tal y como la entendemos ahora. ¿Qué va a pasar, adónde nos dirigimos? Repito, no lo sé. Tengo 69 años y todavía hoy, a mi edad, es algo para lo que no puedo encontrar sino silencio.

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