Un señor demasiado elegante y curioso
En Babelia se anuncia como entrevista, pero ni bien uno empieza a leer Un señor demasiado elegante y curioso, de Julio Villanueva Chang, notamos que no lo es. No importa, todo sea por concitar el interés sobre una de las mayores plumas de la narrativa de no ficción: Gay Talese (en la imagen, saboreando tallarines).
Espero no ser prejuicioso, pero siento que Talese es un autor más mentado que leído por estos lares, aún así, a los interesados, les recomiendo la crónica “Hefner, el playboy enamorado”, publicado en Etiqueta Negra 14.
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Cuando vas a conocer a Gay Talese, él acaba haciendo las preguntas. Pronto te enteras de que tus respuestas deben ser urgentes y van en serio. Es un interrogatorio hecho con un sombrero, desde una curiosidad no detectivesca ni infantil, sino la de un cirujano cardiovascular que intenta llegar a un diagnóstico vital desde tus actos más pasionales hasta los más aburridos. No es una manía profesional; es una marca genética que ya es parte del personaje Talese. Hijo de unos inmigrantes italianos que viajaron a América y se dedicaron en casa a hacer trajes a mano (su padre) y a vender vestidos (su madre), parece haber heredado esa mirada microscópica del detalle significativo propia del sastre, un trabajo silencioso y colmado de paciencia, más bien anacrónico y contemplativo. Su vena familiar fue modelando su elegancia de gentleman, también de señor de otros tiempos y sólo a medida de la de Tom Wolfe, quien lo bautizaría como el padre del New Journalism, un título nobiliario que no le va bien con sus más de cincuenta trajes colgando del ropero de su mansión en Manhattan.
El autor de Frank Sinatra está resfriado nunca hace entrevistas. Jamás se la hizo a este divo, y sin embargo -o tal vez por ello mismo- pudo trasmitir la atmósfera de gánsteres y la personalidad impredecible, tan generosa como intimidante, de un Sinatra, cantante agripado, sin mencionar en ningún momento la palabra mafia. Las entrevistas son para Talese un escenario teatral donde la gente no se comporta como es. Prefiere entonces ser más cinematográfico y, cuando te acompaña, enciende sus sentidos como una cámara del futuro que, al final de su rodaje, capta las escenas reveladoras de una vida. El señor demasiado curioso sale durante semanas o meses con los personajes de sus historias -a veces más de cinco años, como con los mafiosos de Honrarás a tu padre-, y los acompaña ganándose su confianza hasta ser testigo de cómo cambian su humor frente a él. Si retroceden, ha aprendido a evitar el portazo en la cara con esos trajes y modales marca Talese que, en lugar de distanciar, hace que sus personajes se confiesen. Sus maniobras de sastre las ha llevado hasta su modo de tomar apuntes: no escribe sus notas en una libreta de diseño tipo moleskine sino en unas tiras hechas con esos cartones que sostienen el talle de las camisas cuando las devuelven de la lavandería.
De un momento a otro el sastrecillo valiente se vuelve un introvertido minero que excava en la vida de unos de personajes desconocidos. No le apetecen las noticias de primera plana. En su primera historia, que The New York Times publicó sin su firma, el único trabajo con un horario que aceptó en toda su vida, un Gay Talese veinteañero que hasta una semana antes sólo era el chico de los mandados contaba la historia del hombre que proyectaba los titulares como flashes luminosos en los altos de un edificio de Times Square. Así, por su literatura de la realidad han desfilado boxeadores olvidados, escritores de obituarios, un restaurante que siempre fracasa en una esquina y hasta el célebre pene de un hombre castrado por su mujer. Hoy Talese trata como una perfecta desconocida a la señora con la que lleva durmiendo más de medio siglo, la prestigiosa editora Nan Talese. Y ensaya no una memoria sino un reportaje sobre su propio matrimonio y el misterio de su duración. Su método para escribir es aún más extravagante, lo que lo eleva a la categoría de lunático muy bien vestido.
Cada mañana, Gay Talese se viste elegante sólo para bajar a escribir al sótano de su casa. Allí, aislado y sin teléfonos ni timbres en la puerta, dibuja a lápiz y sobre una libreta amarilla una primera frase en mayúsculas. Cuando tiene cinco páginas con esas frases, las transcribe en una máquina eléctrica y allí las sigue corrigiendo hasta imprimir una sola página. Cuando por fin le satisface, la pega con un alfiler en una pared con un panel. Hasta hace unos años se iba al otro extremo de su cuarto, desde donde las leía con unos binoculares. Hoy las reduce en una fotocopiadora a un sesenta y siete por ciento de su tamaño original. Busca experimentar con la percepción. Leer su propio texto como si lo hubiese escrito otro. Es cuando, de haber sido un minero introvertido, Gay Talese pasa a ser con sus palabras un joyero despiadado. Y se vuelve a hacer preguntas contra sí mismo.
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