viernes, junio 04, 2010

Enrique Vila-Matas se juega la vida en Dublín


Gracias a la muy buena onda de un amigo lector y viajero, terminé de leer DUBLINESCA, de Enrique Vila-Matas. Novelón, en todo sentido. Ahora esperemos que el último libro EVM llegué a Lima y sus no pocos lectores tengan el gustazo que yo tuve al leerla sin parar, y apuntando, en estos últimos días.
En la penúltima edición de la revista española Qué Leer, la 153 (en la imagen), se publicó el muy recomendable reportaje Enrique Vila-Matas se juega la vida en Dublín. Antonio Baños es el Ulises que acompañó al escritor en el recorrido libresco y vivencial por la ciudad de James Joyce.


Solemne, el escritor Vila -Matas avanzó desde la escalera hasta donde estaba expuesto el bufet alimentario en aquel maderoso y crepitante pub dublinés. Se plantó frente a las viandas con la firme intención de comer de alguna de ellas, pero el camarero distinguió en el ojal de su americana el botón rojo que lo acredita como poseedor de la Légion d’Honneur, la más grande condecoración creada por la gabacha nación. El camarero, que a la sazón resultó ser francés de cuna, casi se cuadró delante del condecorado novelista. El fámulo inquirió a Vila-Matas sobre cómo había conseguido tal honor. Indochina, Argelia, Mururoa… pensó el galo. “No” -respondió Vila-Matas firme como un coronel de ingenieros-: “Escribiendo libros”.
La desilusión apareció en su cara de francés y debió sentir el que le den medallas a cualquiera, pensando que la escritura precisaba de menos valor y temple que la milicia. En el caso de Vila-Matas se equivocaba. Tiene este escritor madera de asediado, de la résistance, de guerrillero, de constante saboteador de la literatura convencional. Y, quizá por ese aire de clandestinidad importante que despide, el garçon nos trajo hasta la mesa un tajo de roast beef y una sopa.
Parecía sábado por la mañana aquella tarde de jueves en que aterrizamos en Dublín. Enrique Vila-Matas, Elena Blanco, de la editorial Seix Barral, y yo estábamos en la capital de la verde Erin para encontrarnos con el equipo del programa de TVE Página 2. Querían reportajear a Vila-Matas y preguntarle sobre su último libro, Dublinesca, el primero que el escritor ubica en la vieja y catolica “hemiplejia de la voluntad”, como definió Joyce al Dublín que acoge su relato.
Muchos lectores del autor se sorprenderán ante el cambio que supone pasar de su denso y recreado París a la fe del inglés de tierra feniana. Desde que Doña Margarita Duras, pobrecita mía, le alquilase una mansarda en el París de los 1970, el nombre de Vila-Matas está asociado a la sólida tradición de la francofilia barcelonesa. Hasta ahora.
Vila-Matas, amenazado
No sé si por ansia de devorar nuevas culturas o por zafarse de los tópicos que le puedan atenazar, Vila-Matas y un grupo de amigotes escritores de prestigio decidieron viajar hasta Dublín a vivir un Bloomsday, que no es otra cosa que la recreación cada 16 de junio del 16 de junio, el día descrito en el Ulises de James Joyce. De esta experiencia nació una orden de caballería sedente llamada la Orden del Finnegans. Una hermética sociedad consagrada a honrar la obra y la memoria del gafotas y dipsómano escritor irlandés.
Dublinesca describe de manera más o menos autobiográfica lo que él llama su “salto inglés”, la inmersión en una ciudad, una cultura y una nueva geografía que Vila-Matas, no se preocupen, ya ha masticado a gusto hasta adaptarla a su parabólica mirada.
Y ahí estamos, camino del Museo de los escritores irlandeses donde nos esperan las cámaras de la tele. Antes de cruzar el puente O’Connell, o quizá después, Vila-Matas pisa la calzada y casi me lo atropellan. Elena Blanco es quien salva a la insigne pluma. Metros después, un cochecito del servicio de limpieza casi arrambla con él. No hay duda, alguien o algo está molesto con la presencia de Vila-Matas en Dublín. Quizá esté detrás la embajada francesa, molesta por su “traición”; quizá secuaces de Vladimir Nabokov, el magno escritor que no soportaba el Finnegans Wake de Joyce. Lo que tenemos claro es que, a partir de ese momento, estamos todos en peligro.
El museo de escritores irlandeses no está lleno de gente. Está vacío. Según parece, ése es su estado natural. Parece que esta tierra mueve a los aficionados a la literatura a exiliarse, incluso de sus propios museos.
Su nuevo libro sigue siendo suyo. En cuanto pisa un pie de página, Vila-Matas no lo suelta hasta desentrañar la vida de esos personajes desenfocados o ausentes en la foto de la gran literatura. “La cita es mi sintaxis”, se ve que dijo en una entrevista, y a fe que en Dublinesca la cita, la referencia a diestro y siniestro, se convierten en la niebla densa que envuelve las dudas y quizá paraliza al protagonista, un editor literario retirado en plena crisis vital y estética. ¿Cuanto tiempo vive un bacalao fuera del agua? ¿Cuánto un escritor fuera de la literatura? Vila-Matas no está dispuesto a hacer el experimento y se sumerge con Dublinesca en el negro Mar de Irlanda, auténtico protagonista de su relato. Una búsqueda del genio, quizá de la juventud. El funeral de una literatura, quizá de todo un mundo.
¿Qué caminos paralelos siguieron Vila-Matas y este cronista al ir al Centro Joyce?
Subimos por la calle O’Connell pasando por las estatuas de los prohombres irlandeses, que no son muchos pero sí muy castigados. Subimos por Parnell Street, cerca de la calle Eccles donde Joyce sitúa la casa del azorado Leopold Bloom, prota de su novela. Hoy, en Parnell hay comercios chinos y la casa de apuestas Paddypower. El Centro Joyce está dirigido por un joven sanote de Louisiana que, acostumbrado a ver caimanes, bebe té en la soledad viuda del lugar.
Para dar ambiente atlántico, nos encienden la chimenea del amplio salón georgiano con nevera de cocacolas y piano. Los museos sobre escritores ofrecen siempre un aire de despiste y melancolía.
Vila-Matas se sienta en una butaca original de Joyce, de su casa de París. El chico de Louisiana, cuando ve que los españoles cogemos su mobiliario a la brava, se asusta y nos pone una silla sin historial ninguno en materia de posaderas ilustres. “Ésta es la casa en la que me gustaría vivir” -dice Vila-Matas-: “Chimenea y lectura”. Sería un gran reclamo para el Centro contar con un escritor vivo junto a la chimenea, pero el director no le hizo ninguna oferta concreta.
¿De qué deliberó el duunvirato durante su itinerario?
De cómo la figura del escritor argentino Rodrigo Fresán se cruza en varios lugares físicos en un mismo tiempo. Nos convencimos de que hay más de un Rodrigo Fresán o que, tras ese nombre, se oculta una corporación clónica de inusitada productividad.
¿Hubo un punto en que sus opiniones fueran iguales y negativas?
La influencia de la luz de gas o luz eléctrica en el crecimiento de los paraheliotrópicos árboles adyacentes.
[Párrafo homenaje al capítulo 17 del Ulises.]
Por la tarde oscureciente y borrachante de Dublin, nos paseamos todos y cada uno por la calle Temple y nos acomodamos en un pub donde cantaron muchas tonadas célticas que parecían la misma. Vila-Matas, que es un pozo de increíbles anécdotas, explicó a ritmo de pavana chismes con una frialdad vocal pertinazmente desmentida por su pícaro brillo en los ojos. “En la película El cónsul de Sodoma” -se quejó-, “que pasa por ser la biografía de Gil de Biedma, aparece un actor que hace de mí. El gran error es que aparezco por Boccaccio con un bloc de notas. Yo nunca he tomado notas”. En ese momento, me veo obligado a guardar mi libreta y confiar que el resto del artículo se parezca, de alguna manera, a la realidad. In illo tempore, Vila-Matas fue un periodista célebre por su capacidad de inventarse las entrevistas que firmaba, humorada impensable en los convencionales días que vivimos. “Así ahorraba tiempo y evitaba molestias al entrevistado”, dice jocoso y razonable.
No sé si por escritor o por ser Aries, sucumbe Vila-Matas a una discreta pero tenaz coquetería. Durante la grabación se cuelga una colorida bufanda “para no ir tan oscuro” y viste una gabardina nueva que lleva cuidadosamente doblada desde Barcelona. La gabardina, por supuesto, tiene mala suerte y se sientan sobre ella varios miembros del equipo.
Nos metemos en una deriva paseante por lugares literarios. El desafío constante de Vila-Matas al tráfico rodado se convierte en rutinaria temeridad. Si quieren acabar conmigo, seré yo quien atropelle primero al coche y no al revés, piensa el condecorado.
Nos guía el escritor hasta la casa donde Bram Stoker escribió Drácula. Y nos hace ver que antes había una placa que recordaba el hecho, pero que la arrancaron. El motivo parece lógico. Donde Stoker describió mordiscos y chupetones hay ahora The Hospital Group, una pequeña clínica que, por motivos evidentes, no quiere relacionarse con los bebedores de sangre.
Y el cronista… se vilamató
Decía Camba que en las Islas Británicas no es que tengan una cocina mala. Es que no tienen. Por eso nos vamos a cenar a un italiano. Allí, Vila-Matas defiende a su amigo Ray Loriga, palmea la cerviz de la untuosa nocillería y recarga su viejo fusil contra la hispánica prosa garbancera. Los comensales cruzamos datos sobre Fresán, que a estas alturas, se ha convertido en una mezcla pródiga de Frégoli y Balzac. Un escalofrío nos recorre el espinazo ante la ubicua evidencia.
Es nuestra última mañana en Dublín y recreamos el capítulo seis del Ulises. Reseguimos el Royal Canal hasta al cementerio de Glasnevin donde Leopold Bloom acude al entierro del bueno de Paddy Dignam.
Se agrisácea la mañana para que las tumbas neogóticas, las cruces celtas y la torre desde donde se vigilaba a los ladrones de cadáveres nos impresionen más. Poco a poco, y por simpatía, me voy vilamatando y las citas literarias empiezan a colarse en mi relato. Así que, al traspasar las verjas de Glasnevin, me llega la tonada de aquella canción de los Smiths: “So I meet you at the cementery gates / Keats and Yeats are on your side”. Y recuerdo, totalmente literaturizado, aquellos versos del poeta James Clarence Mangan: “Rest in forgotten sepulchres with Erin’s best and oldest”. Ah, los olvidados sepulcros de Irlanda, qué mañanita nos están dando.
En aquel momento se están celebrando dos funerales. Todo el mundo va vestido de negro riguroso y elegante. Una deuda, sin embargo, entra en la capilla con una minifalda hasta el gaznate y unos taconazos dorados. En el otro entierro, la familia se apiña junto a una bella lápida en el suelo. Unos metros más allá, una gigantesca limusina con chauffeur les espera. En cualquier momento esperamos que una familia rival aparezca para ametrallar a los presentes. Vila-Matas sigue en peligro. Una pequeña excavadora parece que va a embestirle como a un banderillero triste, pero el escritor vuelve a salvarse. El complot continúa. Recuerdo entonces aquella frase, creo que de Vilém Vok: “Sólo otro muerto podría arruinar un funeral”. Glasnevin tiene un encanto forzadamente sereno. Viene entonces a mi cabeza, ya ahíta de citas, aquel pasaje del capítulo seis del Ulises: “Vamos, vivamos en el cementerio”.
Tras santiguarnos, nos quedamos contemplando cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando y après nos vamos a un bareto. Se trata del pub John Kavanagh, conocido como el Gravediggers (“Los sepultureros”). Puerta con puerta con el cementerio, solía acoger a los profesionales de la fosa y aparece también en Dublinesca. Vila-Matas pide un té y yo, una pinta. Son maneras de desayunar. Me habla Vila-Matas de su libro y a mí me parece que lo que ha escrito es una pura tragedia. Habla del sueño premonitorio que el protagonista se verá obligado a cumplir. No podemos cambiar nuestro destino, la diferencia es con qué dignidad afrontarlo. Al sorber y resorber la pinta rodeado, de muerte y belleza, acuden a mí aquellos célebres versos que dicen: “Rascayú, cuando mueras/ qué harás tú”. Será mejor que ya nos volvamos a la soleada España.
En el aeropuerto continúa el complot. Obligan a Vila-Matas a abrir su maleta. Recreando un gag clásico muy a lo Tati, el escritor cree que la valija está cerrada y, al levantarla, desparrama el contenido por el suelo. Ahí está su gabardina nueva, de nuevo arrugada y perpleja ante tanta crueldad.
El vuelo hacia Barcelona está lleno de irlandeses que van a ejercer el borrachismo. Los botellines de vodka vuelan, como es lógico. La conversación con el escritor es amenísima y llena de anécdotas y buen sentido. Sueña el autor en su obra con poder perder su rastro para rastrear la vida con tranquilidad. Vila-Matas afina las artes de la desaparición para poderse aparecer en los filos de la literatura, para chocar con los espectros de un mundo que se va disolviendo entre tanta contingencia. Reconvertido ahora en flaneur cibernético, el autor habla de los pequeños secundarios de la vida a los que convertirá en gigantes literarios. Él es un auténtico aficionado. Un aficionado devoto a la literatura, un constructor paciente de su obra y de su personaje. Irónico en el sentido más barcelonés de Sócrates. Suya es la formalidad que le permite todo atrevimiento.
Atravesamos una tormenta y el avión se comporta como si fuese el día de San Patricio. Llovía sobre el solitario cementerio donde aquellos dos muertos pasaron su primera noche. Caía también la lluvia sobre la Barcelona de la que Vila-Matas era espejo y espejismo. Nuestra alma se desvaneció lentamente al escuchar el dulce descenso de la lluvia a través de todo el universo, como el descenso de la última postrimería sobre todos los borrachos y los sobrios.

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