martes, julio 20, 2010

Contra Saramago

Caminaba con un par de amigos hacia el minimarket del grifo de Schell con la Vía Expresa. El objetivo: una botella de Jack Daniel´s, cigarros, palillos, bolsas gigantes de papitas Lay´s y demás cosas con las que puedas celebrar una buena labor cumplida.
Como estos dos amigos son buenos escritores –y no lo digo porque sean mis amigos-, y de paso también grandes lectores, nos pusimos a hablar de literatura mientras llegábamos al minimarket. La conversa de cuando en cuando estuvo pautada por largos silencios, debido a las preguntas que se formulaban en el fragor de una conversa literaria, y cuando se tocó el tema sobre la obra de José Saramago, no tuve mejor opción que cobijarme en el más puro de los mutismos, y lo hice no porque no hubiera leído la obra del renombrado portugués –hacía una semana que había fallecido-, sino porque lo que leí de él no fue lo mejor, recordaba que sus libros no me decían nada, que no me llevaban a la más mínima reflexión, es que en la época que los abordé tenía la pésima de costumbre de terminar sí o sí las publicaciones que empezaba a leer, felizmente ahora me he vuelto más arbitrario, a las novelas, por ejemplo, les doy un margen de tolerancia de cuarenta páginas, si me enganchan, las termino, si no, pues hasta nunca, y me va bien aplicando este filtro porque siento que leo mejor y muchísimo más que antes.
En este sentido, acepto que no conozco de Saramago lo que debería conocer. Para que tengan una idea, aún no abro las páginas de EL AÑO DE LA MUERTE DE RICARDO REIS, que a decir de muchos es su obra maestra. Este conocimiento sesgado del escritor no me ha impedido dar cuenta de los textos que sobre él he reproducido en este blog, me consta que no pocos lo admiraron por su dimensión humana y por su poética.
Me puse a buscar un texto que estuviera a tono, aunque sea en algo, con estas líneas, y encontré el recomendable Contra Saramago, de Ricardo Bada, publicado en la excelente revista Frontera D. Por lo visto, Bada tampoco leyó EL AÑO DE LA MUERTE DE RICARDO REIS, ni siquiera la menciona.


Al enterarme de la muerte de José Saramago, mi primera reacción fue escaquearme del tema. Pero luego pensé que siempre es bueno que en la hora de los ditirambos y de las jaculatorias no falte la voz de un abogado del diablo. Con lo cual queda claro, implícitamente, que José Saramago nunca ha sido santo de mi devoción. Y si bien hay un dicho decidero (Unamuno dixit!) según el cual de mortuis nihil nisi bonum, jamás lo he admitido en mi fuero interno. Con ese criterio, no se podría hablar mal ni siquiera de los peores déspotas.
Lo que me resta, pues, será justificar –rectifico, testimoniar– mi contra a Saramago.
En 1972, cuando le concedieron el Premio Nobel de Literatura a Heinrich Böll, su modesta reacción fue preguntar: "¿A mí sólo? ¿y no con Günter Grass?" En 1998, cuando se lo dieron a Saramago, la primera reacción que esperé de él fue que preguntase: "¿A mí sólo? ¿y no con Jorge Amado?"
Y es que éramos muchos los que pensábamos que si por fin, al cabo de un siglo, la Academia Sueca se dignaba acordarse del idioma de Camões, debiera haberlo hecho dividiendo el premio entre Portugal y Brasil. Y si bien era evidente que en Portugal (pormenor –¡pormayor!– de mucho peso que entretanto parece haberse olvidado), igual o bastante mejor que a Saramago hubieran podido otorgárselo a Augustina Bessa Luis, a Cardoso Pires, a Lobo Antúnes o a Miguel Torga, también era evidente que en el Brasil, muertos Drummond de Andrade y Guimarães Rosa, el único Nobel indiscutible era Jorge Amado.
Hasta aquí la cosa sólo nos incordiaba a quienes hubiésemos esperado una mayor grandeza de ánimo en un escritor de tanto fuste, y además comunista convicto y confeso. Pero es que muy poco después, preguntado directamente acerca de si no le parecía que el Nobel debiera haber sido compartido entre él y un autor brasileño, Saramago reaccionó con la vehemencia de un defensor del Santo Grial del idioma: no, y mil veces no, el idioma portugués era oriundo de Portugal y en justicia sólo un autor portugués –modestamente omitió añadir que él mismo, ça va sans dire!– tenía que ser galardonado primero en Estocolmo. Una actitud tan abierta, tan desvergonzadamente metropolitana, esto es, tan colonialista, que si no fuera para echarse a llorar, hubiera tenido uno que reírse de buena gana.
En mi caso llovía sobre mojado porque a mí Saramago, pasado un primer deslumbramiento pasajero por Memorial do convento, nunca me gustó. Ni como escritor ni como persona. Y lo había conocido muy de cerca, en casa de su agente literaria alemana, la inolvidable Ray-Güde Mertin, donde nos reuníamos en las vísperas de la feria del libro de Fráncfort, y donde Pilar (la esposa de JS) y yo, ambos andaluces, éramos los indiscutibles animadores de las veladas, turnándonos en contar chistes casi sin respirar. Una vez, además, los atendí como cicerone acá, en Colonia, y otra vez les tuve que echar una mano durante el estreno mundial en Münster de una ópera de veras horrenda, con libreto de Saramago. Divara se titula ese engendro, que lo es más aún por la partitura que por el libreto, todo hay que decirlo, no me duelen prendas.
¿Por qué no me gustaban ni su persona ni su obra? Su obra porque no logré conectar con ella, pero eso, naturalmente, no es culpa suya, sino también mía. Ocurre que siento un rechazo innato hacia toda escritura que se pretende importante, trascendente, necesaria, y en último término depositaria de la verdad absoluta. Y eso lo he sentido siempre leyendo los libros de Saramago, una vez pasado aquel primer deslumbramiento en el que jugaba un papel no desdeñable la simpatía asimismo innata que he sentido desde niño por todo lo portugués. (En la casa de mis padres en Huelva, en los tiempos del primer y más brutal franquismo, lo que más se oía era Radio Lisboa, un modo contestatario subliminal, una legítima defensa acústica frente a la dictadura propia, si bien con otra ajena, pero con un talante más civilizado y en un idioma que es la verdadera lengua de los ángeles... desde que cruzó el Atlántico).
Y por lo que se refiere a la persona, lo que me producía rechazo es la transferencia osmótica de ella a su literatura, y viceversa. Sobre todo viceversa, y más aún desde que en Estocolmo dieron el traspié, y le recayó a Saramago sobre los hombros el peso de esa púrpura que el entrañable José Cardoso Pires, por ejemplo, hubiese usado como impermeable. O como bata para andar por casa. Esto, desde luego, después de preguntar, si le hubiesen concedido el Nobel a él: "¿A mí sólo? ¿y no con Jorge Amado?” Porque la diferencia de estatura moral suele ponerse en evidencia donde menos se la espera, que es allí donde salta la liebre.
Llegaré más allá y seré todavía mucho más insoportable y reprobable, dejando de atenerme al políticamente correcto de mortuis nihil nisi bonum, pero lo diré: lo que en último término me producía más rechazo en Saramago era sentirlo como un santón. Desde siempre he desconfiado de los sartres [sic, para que no haya dudas], y qué duda puede caberme de que el autor del Viaje a Portugal se creía el sartre lusitano, si me pongo a considerar que un libro que cualquier otro autor hubiese titulado Viaje por Portugal, él lo trascendió por el uso mayestático de una preposición develadora.
Soy consciente, plenamente consciente, de lo injusto que puede parecer el testimonio que dejo en estas líneas. Pero también lo soy de que «en este mundo traidor / nada es verdad ni mentira, / todo es según del color / del cristal con que se mira», y aquel con el que yo lo miro es el mío, de manera que no engaño a nadie. Tengo entre mis mejores amistades algunas que se han expresado en público muy doloridas por la pérdida de Saramago, a quien amaban y admiraban. Sólo puedo decirles que gracias a la despreciable y cristianísima necrológica del órgano oficial del Vaticano, la verdad es que ahora me cae simpático.

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