miércoles, abril 27, 2011

Novelas que se leen de un tirón

Días atrás un amigo me preguntó por qué los nuevos narradores latinoamericanos escriben de espaldas al lector. Mucha experimentación, ¿no crees?
Sé que deslizar, en lo más mínimo, una opinión personal al respecto podría hacer que el blog se convierta en un auténtico campo de batalla. Y por el momento, eso es lo que menos quiero. Pero tampoco es mi idea dejar en el aire hacia donde va una posible explicación sobre esta especie de moda de la ignorancia.
Es por eso que reproduzco el artículo de John Boyne, publicado en ABC.

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Mi iniciación a la literatura para adultos propiamente dicha tuvo lugar a los diez años, cuando me encontré por primera vez con las obras de Alexander Dumas. Las aventuras de D’Artagnan, Aramis, Porthos y Athos actuaron de puente entre los relatos tradicionales de la infancia y mi descubrimiento de hasta qué punto podía llegar a ser poderosa y emocionante la novela de género. Un día estaba leyendo historias sobre colegiales ingleses o pandillas de niños que resolvían misterios, y al siguiente me hallaba inmerso en la Francia del siglo XVII y convertido en leal vasallo del rey.
Incluso a tan tierna edad, las novelas de aventuras como Los tres mosqueteros me permitieron reconocer los distintos elementos que las volvían tan fascinantes para mí: la trama, los personajes, el tema y la estructura, todos combinándose con la irresistible intención del autor de mantener al lector absolutamente enfrascado en la historia. La expresión «se lee de un tirón» se ha utilizado frecuentemente con sentido peyorativo, pero los grandes escritores de aventuras cuyas obras forjaron los cimientos de la novela moderna sabían muy bien que crear una historia que resultara plenamente apasionante era crucial para que el lector disfrutara con ese nuevo género literario.

Hacerse a la mar

Dumas sabía que era así, desde luego. Y también lo sabía Daniel Defoe cuando se puso a escribir Robinson Crusoe, una de las primeras novelas inglesas de aventuras, y ejemplo perfecto de ellas al centrarse en un personaje principal que enfrenta grandes riesgos y dificultades y se encuentra con frecuencia teniendo que luchar para salir de los apuros en que se mete. Esas historias despertaron mi pasión, pero me interesaron en particular aquellas en que aparecían personajes de mi misma edad. Quizá mi novela favorita al acercarme a la adolescencia, y desde luego una que releí una y otra vez, fue La isla del tesoro (1883) de Robert Louis Stevenson. La idea de hacerme a la mar y vivir aventuras como las del joven Jim Hawkins me atraía enormemente, y fue leyendo esa clase de novelas como fui dando forma a la idea de convertirme algún día en escritor.
Las novelas de aventuras constituyen un género literario que ha pasado de moda en este último siglo. En 1998, cuando estaba escribiendo mi primera obra, El ladrón de tiempo (que Salamandra acaba de publicar en España), tenía sumo interés en incluir elementos de esa tradición y creé por tanto un personaje, Matthieu Zela, nacido en Francia en 1743 pero que narra la historia en la víspera del nuevo milenio cuando ha alcanzado la edad de 256 años. Hombre inmortal, ha vivido muchos acontecimientos importantes de la historia, pero la novela está estructurada como una serie de aventuras, cada una de ellas con ecos de la literatura de la época en cuestión.

Combates a espada y duelos

Así pues, Zela se ve enzarzado en combates a espada y duelos, trata de salvar a su sobrino de la guillotina en la Francia revolucionaria y forma parte de un equipo dedicado a la organización de la Gran Exposición de Londres. Su participación resulta crucial en la organización de los primeros Juegos Olímpicos de la era moderna, y aún encuentra tiempo para compartir cócteles con Charles Chaplin en el Hollywood de los años veinte. Siempre he sido un escritor obsesionado por contar historias, y la novela de aventuras es un género que permite florecer al contador de historias. Permite que la épica se ponga por escrito y proporciona grandes lapsos de tiempo en los que centrarse y toda clase de misterios, asesinatos, crímenes, amoríos, traiciones y dramas por los que luchar.
Tras El ladrón de tiempo, me sentí más y más cómodo con ese estilo de escritura, y es probable que mi interés alcanzara la cima con mi quinta novela, Motín en la Bounty, en 2006. Mi relato, nueva versión de la clásica aventura de la vida real, se centra en un joven personaje que, como Jim Hawkins, se ve forzado a hacerse a la mar y descubre cómo es la vida en un barco mientras se desempeña como paje personal del capitán Bligh.
Mis investigaciones me habían sugerido que la historia había malinterpretado al personaje de Bligh y que, en lugar de ser el monstruoso tirano que muestran las tres versiones en celuloide, era de hecho lo contrario: un oficial preocupado por el bienestar de los hombres a su mando y el capitán más benévolo de la marina inglesa, pues empleó una sola vez el látigo de nueve colas en todo la travesía desde Southampton hasta Tahití.

Enfrascar al lector

Escribir Motín en la Bounty me supuso una incursión placentera en la novela de aventuras y me hizo remontar a mis años de juventud, cuando sobre mi mesita de noche o cerca de ella había siempre un maltrecho ejemplar de esa historia. Hoy en día hay escritores que aún se permiten incursiones en el género, pero ya no son tan frecuentes como antaño. Carlos Ruiz Zafón incorpora aspectos del género de aventuras en sus novelas, con excelentes resultados. Incluso un escritor como Peter Carey ha llegado a utilizar el género tanto en Jack Maggs como en Parrot and Oliver in America. Según creo, la lectura y la escritura consisten en leer historias y contar historias. Ésa es la cuestión, para eso fue que se inventaron y es ahí donde más florecen. Uno puede crear la más hermosa prosa que se haya plasmado nunca en papel, pero si no consigue enfrascar al lector en su meollo, entonces no tendrá éxito. Sería maravilloso leer hoy en día la clase de novelas que en su momento preferían escritores como Dumas, Victor Hugo y Robert Louis Stevenson, pero son difíciles de encontrar y las figuras consagradas del ámbito literario no siempre las aprecian.

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