La química de The Grateful Dead
Al menos para mí escuchar música es una buena manera de desconectarme de este país llamado Perú. Hace tiempo escuché al grupo The Grateful Dead, pero volví a escucharlo con más fuerza, hace no más de tres años, luego de leer esa joya de la literatura de no ficción PONCHE DE ÁCIDO LISÉRGICO de Tom Wolfe.
Sobre este grupazo, Diego A. Manrique escribe en El País.
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Siguen dándonos la tabarra con eso de que Internet funciona como la Biblioteca Universal, que aparentemente nos hace mejores con su mera existencia. Cuesta comulgar con ese dogma: la multiplicación de recursos documentales parece ser anulada por el imperio de la trivialidad, el abuso del corto y pego, la disminución de la retentiva.
Por lo que respecta al rock, siento visceralmente que -cada pocos años- es necesario volver a contar las grandes historias. Las historias ejemplares de artistas, movimientos, productores, sellos. Lo hacen muy bien algunas revistas españolas, a diferencia de nuestras emisoras musicales, tan alérgicas al trabajo en profundidad.
Un ejemplo sería la saga de The Grateful Dead. Grupo modélico para los tiempos que corren: grababan discos de estudio pero vivían para sus conciertos. No disfrutaron de un éxito (Touch of grey, 1987) hasta veintitantos años después de su fundación. Mantenían una relación directa con sus seguidores, los deadheads, a los que permitían registrar sus directos e intercambiar los resultados. Los Dead figuran incluso en textos como Marketing radical (Barcelona, Gestión 2000), donde Sam Hill y Glenn Rifkin estudian la explotación de marcas atípicas como Harley-Davidson o la NBA.
Sin olvidar su irisada música, sustentada sobre tres patas. Primero, los Grateful Dead se construyeron un repertorio propio, con resonancia generacional, potenciado por letristas externos como Robert Hunter o John Barlow. Segundo, eran una banda de jukebox, capaz de recrear centenares de clásicos estadounidenses. Tercero, dominaban la alquimia de la exploración, en la cantera de lo genuinamente psicodélico.
Existe una abundantísima bibliografía sobre los Dead. Estos días he leído Searching for the sound: my life with The Grateful Dead, libro que Phil Lesh publicó en 2005. Se supone que Lesh, bajista, era el miembro más educado del grupo: estudios con Luciano Berio, clases al lado de Steve Reich, pasión por Wagner. No son necesariamente medallas cuando se trata de un músico de rock, pero sí sugieren una mente inquieta: quizás Lesh posea una visión afinada de lo que fue el torbellino de The Grateful Dead. Lesh no se dedica a la desmitificación. Pero sí advierte contra algunas de las leyendas adheridas al grupo. No, no hubo un "plan maestro" capaz de explicar la supervivencia de los Dead, frente al eclipse o la caída de tantos compañeros del fértil rock de San Francisco. Todo lo más, Lesh menciona un "inconsciente de grupo" que les permitió superar las tormentas.
Tal como lo cuenta, fue una carrera contra las exigencias económicas. De ellos dependía una extensa infraestructura técnica y humana: pagaban bien a su equipo, hippies de manual que se metieron en compromisos -familias, hipotecas, seguros médicos- que requerían que el grupo saliera regularmente a la carretera.
La serpiente que se muerde la cola: convertidos en fenómeno de masas, llenaban estadios y se rompían la cabeza contra el problema del sonido. Según recuerda Lesh, la solución para cualquier problema pasaba por invertir más dinero. Así consiguieron los equipos de amplificación más complejos y delicados del mundo, sin llegar nunca a sentirse plenamente satisfechos.
Al final, se convirtieron en lo que odiaban: un puñado de músicos aislados, atrincherados en la zona de camerinos contra el resto del grupo y las exigencias de la tribu. Para su frustración, los deadheads terminaron cobijando una minoría levantisca, desinteresada por la música: seguían a los Grateful Dead pero no entraban en los conciertos, simplemente alimentaban un mercadillo de materiales ilegales que, inevitablemente, generaba conflictos de orden público.
Todavía pasma la lucidez de su cabecilla, el cantante y guitarrista Jerry García. El gallego entendía perfectamente que habían confundido un medio -la necesidad legal de funcionar como un ente corporativo- con un fin: "No debemos dejar que nos defina lo que es una ficción de conveniencia, dictada desde fuera".
Sin embargo, fueron derrotados. Aquella risueña banda de psiconautas, siempre prestos para la expansión mental, se atascó en los pozos del alcohol, la cocaína, la heroína. Para cuando todo acabó, cuando falleció García, durante el verano de 1995, ya habían muerto prematuramente tres de sus teclistas: Pigpen, Keith Godchaux, Brent Mydland. No les venció el potro desbocado del negocio, sino el hedonista estilo de vida del rock. Una conclusión más desmoralizante que moralista.
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