Mitologías de lo real
Cuando vuelvan a editarse los ensayos y artículos de Antonio Muñoz Molina, este, publicado en Babelia, tiene que ir de todas maneras. Excelente, por decir lo menos.
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Desde su mismo nacimiento con El último mohicano de Fenimore Cooper hasta ahora mismo, hasta esa suma póstuma de borradores de David Foster Wallace que acaba de publicarse, la novela americana lleva casi dos siglos empeñada en contar el mundo tal como es; el mundo o los mundos que caben en un país tan grande como un continente que siempre tiene algo de inacabado y como de obra en marcha, a diferencia de las rígidas nacionalidades europeas. El mundo americano es un proceso urgente, un empeño de construcción y destrucción colectiva, de perspectivas tan abiertas como los paisajes naturales y las anchuras de los ríos y de feroces injusticias y dramas sangrientos. La novela es la forma estética más adecuada para contar procesos y tránsitos. La novela es un arte secular por naturaleza en el que no caben las esencias ni las identidades indudables pero sí todas las metamorfosis posibles. La novela trata de alguien que quiere ser otro o se convierte en otro, alguien que cambia, que aprende, que desea y logra y luego pierde o no logra y sigue buscando; la novela trata de personas y de lugares en tránsito, de los grandes cambios de los tiempos que están sucediendo siempre; aspira a atrapar el movimiento, a ser movimiento y cambio ella misma.
Quizás más que ninguna otra la novela americana, de una forma más sostenida, como si no hubiera nada que no mereciera ser contado en el país o en la gente que ha llegado a él y que lo ha inventado al paso que se inventaba ella misma. Una parte de la novela europea lleva ya mucho tiempo empantanada en el ensimismamiento, y entre nosotros, en España, durante bastantes años fue de mal tono abandonarse sin reservas al gusto de contar. En Estados Unidos, con una fertilidad sólo comparable a la de ciertas épocas en América Latina o en las antiguas colonias de habla inglesa, los novelistas no han parecido sentir nunca vergüenza de la cualidad plebeya y desmesurada del oficio. Desde el principio, la novela americana ha tratado de la promesa y de la pérdida, de la posibilidad y la vulneración del paraíso en el gran trance de los cambios traídos por la explosión de las energías económicas y la tecnología. Que la primera novela americana memorable se titule El último mohicano es una paradoja en la que convendría detenerse. La llegada de los nuevos tiempos siempre tiene el reverso del hundimiento de algo, lo bueno y lo malo que existía antes. Los indios de los grandes bosques de la costa atlántica son los primeros en sucumbir a un cataclismo que es la otra cara de la nueva vida que vinieron a buscar los colonos, los fugitivos de la pobreza y de las persecuciones de Europa. La celebración de lo que existe es también una poderosa elegía porque incluye el relato de lo que está a punto de dejar de existir.
La novela americana quiere contarlo todo y en ese propósito se arriesga con alguna frecuencia a derrumbamientos heroicos. En rigor, se trata de un proyecto imposible. Herman Melville, para abarcar el gran relato de la caza de la Ballena Blanca, intenta poner juntas la novela clásica de aventuras, la mitología, la escatología cristiana, las ciencias naturales, la crónica de desastres marítimos, y lo que empieza siendo la historia casi picaresca del joven Ismael se convierte al cabo de unos pocos capítulos en una especie de enciclopedia fragmentaria de la calamidad. Moby Dick es una de las mejores novelas que pueden leerse, una de las pocas en las que ha nacido un símbolo universal que trasciende la literatura, pero para Melville su publicación fue también su ruina, porque no se recuperó nunca del escarnio o el desdén con que fue recibida. Siglo y medio después, en Moby Dick nosotros vemos sobre todo su poderoso simbolismo, y eso puede hacernos olvidar que se trata también de un gran reportaje periodístico sobre el impacto ambiental de la ambición humana en la busca de fuentes de energía, sobre una fase en el desarrollo de la tecnología y del capitalismo: el aceite de ballena era el petróleo de entonces; los buques balleneros, factorías industriales, y la caza descontrolada de aquellos animales inmensos, la primera prueba de que un recurso natural en apariencia ilimitado podía ser llevado a su rápida extinción en nombre del beneficio económico.
Heredera de la novela europea del siglo XIX, la novela americana no tiene escrúpulos para tratar del dinero, del trabajo material, de los procesos industriales. No los tenía hace cien años y sigue sin tenerlos ahora. En un pasaje asombroso por su longitud y su precisión, en Pastoral americana, Philip Roth cuenta el funcionamiento de una fábrica de guantes. El gozo de lo material también incluye la melancolía de lo que se está perdiendo, de lo que se perdió hace mucho tiempo: en este caso una industria de manufactura que producía objetos bellos, sólidos y prácticos, que daba trabajo estable a gente de origen inmigrante, que sostenía las barriadas de obreros cualificados y clase media modesta en las cuales Philip Roth sitúa una y otra vez su propia versión del paraíso vulnerado americano. En The Pale King, esa novela que David Foster Wallace dejó a medio escribir cuando se quitó la vida, la historia sucede en una delegación de Hacienda del Medio Oeste. Parece que Foster Wallace pasó años documentándose avariciosamente sobre legislación fiscal y sobre las tareas cotidianas de los funcionarios. El novelista es ese escritor que no puede estar por encima de sus personajes: si los mira desde arriba, aunque sólo sea ligeramente desde arriba, el personaje es un muñeco y una caricatura, y al novelista se le nota mucho que en realidad no estaba queriendo contar esas vidas y esos trabajos, sino usarlos como pretexto para otra cosa, una alegoría, un panfleto ideológico. Ni John Updike ni John Cheever se tomaron nunca a broma las pasiones, las rutinas, las mezquindades de la gente de la clase que retrataban y a la que ellos mismos pertenecían. Ironizaban, claro que sí, lo cual es muy distinto: igual que Saul Bellow o Bernard Malamud ironizaban sobre esos personajes de emigrantes judíos que eran retratos de ellos mismos y de sus familias, gente en tránsito de un mundo a otro, de la emigración a la asimilación, de la añoranza a la amnesia, del gueto a la urbanización con césped y piscina.
Hay algo desquiciado en estos escritores que vuelven una y otra vez sobre un material idéntico que no parece agotarse nunca. Con 85 años Saul Bellow publicó una última novela que era también una obra maestra, Ravelstein. Updike estuvo escribiendo novelas, cuentos, ensayos sobre arte, poemas, hasta casi el día de su muerte. Enfermo, fracasado, casi moribundo, Scott Fitzgerald continuó trabajando en El último magnate. Faulkner agotó las pocas energías que le quedaban en ese gran fracaso que fue Una fábula. Philip Roth no para de escribir y publicar novelas desde que cumplió 70 años. A los más de ochenta, en Canadá, Alice Munro continúa escribiendo algunos de los cuentos más malvados y sabios de la literatura en lengua inglesa. E. L. Doctorow convierte en fábulas los episodios de la historia real del país. Y escritores mucho más jóvenes continúan escribiendo la novela americana de los recién llegados, la mitología de una realidad siempre más ancha que la literatura.
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