El cine de los ochenta: Crimes and misdemeanors
Me gusta mucho la sección de cine en los blogs de la revista Letras Libres. Este post sobre la genial Crímenes y pecados de Woody Allen, por cuenta de Olga de la Fuente.
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El mundo no está diseñado para que seamos felices. Es un lugar injusto donde la integridad moral es irrelevante. Así lo plantea Woody Allen en Crimes and misdemeanors (1989), una película que indaga en los claroscuros de la naturaleza humana, y en los dilemas morales a los que el hombre se enfrenta. ¿Hasta dónde puede llevar la ambición a un hombre? ¿Cómo enfrenta el mundo alguien que cree en Dios? ¿Cómo lo enfrenta un ateo, un agnóstico, un existencialista?
En 1988, Woody terminó Another woman y se fue a viajar por Europa. Había dejado medio guión sin terminar de lo que sería su próxima película. Pensaba dejar descansar la escritura hasta su regreso a Nueva York, pero un impulso lo llevó a continuar. Se levantaba, escribía en un pedazo de papelería del hotel, doblaba el papel y lo guardaba en la bolsa de su abrigo. Escribió todas las mañanas durante varias semanas hasta que la bolsa de su abrigo se convirtió en un bulto de papelitos. Y ese bulto se convirtió en Crimes and misdemeanors, una de las mejores películas de la larga lista del director, quizás porque surgió de una inquietud personal del cineasta: la idea de que Dios no existe. Y si Dios no existe, entonces cualquiera puede cometer un crimen y continuar con su vida como si nada hubiera pasado: mientras esa persona no asuma responsabilidad por sus acciones (o mientras no lo atrape la policía), ningún poder divino lo castigará.
La película transcurre en Nueva York y cuenta dos historias paralelas: Judah Rosenthal (Martin Landau), un oftalmólogo exitoso y respetado por su comunidad, tiene una amante (Angelica Huston) que amenaza con sacar sus trapos sucios al sol si él no deja a su esposa. Desesperado por mantener su reputación intacta y no perder su lugar privilegiado en la sociedad, Judah le pide a su hermano Jack (Jerry Orbach) –un mafioso viviendo en los bajos mundos- que lo ayude a deshacerse de Dolores, la amante. Mientras tanto, Clifford Stern (Woody Allen) es un documentalista que se enamora de una productora (Mia Farrow) mientras filma un documental sobre la vida de Lester (Alan Alda), un arrogante y exitoso cómico de televisión. La historia de Judah es vista desde una perspectiva dramática, y la historia de Cliff desde una perspectiva cómica. Una estructura similar fue revisitada por el director en Melinda and Melinda (2004), con una misma protagonista viviendo dos historias que alternan entre el drama y la comedia.
Crimes and misdemeanorses una película que envejece muy bien. Imposible olvidar la secuencia del asesinato de Dolores, con su música perfecta y siniestra: un cuarteto para cuerdas de Schubert, concebido por el director desde que escribió un primer borrador. La música sube de intensidad mientras el asesino sigue a Dolores a su departamento, y la secuencia culmina con el gesto de horror de Judah al descubrir el cadáver de Dolores. Nunca vemos el asesinato. Nunca nos enteramos si fue una muerte rápida o si Dolores tuvo la oportunidad de luchar por su vida. Pero eso es lo de menos (como también lo es este spoiler.) Para Allen, la historia de Judah es mucho más que la anécdota de un hombre que manda matar a su amante. Es una historia sobre los alcances de la ambición, la culpa (o la ausencia de), y las miserias humanas.
Allen recurre a los ojos como metáfora de un mundo que no ve -o no quiere ver- la diferencia entre el bien y el mal. Judah es un oftalmólogo con un pasado religioso y cuyo padre le enseñó que los ojos de Dios lo ven todo. Aunque ha decidido alejarse de la religión, la semilla de la culpa florece en él de vez en cuando. El rabino Ben (Sam Waterston), quien afirma que no podría vivir en un mundo sin un poder moral superior, se enferma y queda ciego. Allen argumenta que el rabino ya estaba metafóricamente ciego, pues su fe le impide ver el mundo como realmente es. Luego están los ojos de Cliff el documentalista, los ojos de la sociedad, y los ojos de un Dios inexistente. Finalmente, la película se lleva a cabo en un universo donde nadie ve nada y nadie es sometido a juicio alguno. Si Dios existiera, a Judah quizás lo carcomería la culpa y confesaría su crimen. Pero como diría uno de los parientes de Judah, “esas cosas sólo suceden en la Biblia o en las obras de Shakespeare.” Para Allen, si el mundo es un lugar caótico es porque no hay ningún poder divino que castigue. Igualmente, hay un juego simbólico con los personajes que usan lentes. Cliff fantasea con cambiar al mundo haciendo documentales que a nadie le importan. Halley (el personaje de Mia Farrow) no es capaz de ver la falsedad de Lester. El rabino Ben vive “en el mundo de los cielos”. Y el Profesor Levy, a pesar de poseer una visión de la vida relativamente realista, termina con su vida (tal vez porque no es capaz de ver esas satisfacciones que, como él asegura, nos ayudan a tolerar nuestra rutina).
Más de una vez, Allen ha expresado que se pudo haber evitado la historia cómica de Cliff. Después de todo, el argumento de Judah es mucho más interesante y capaz de generar interminables discusiones. Match point (2005) es un ejemplo de una buena película de Allen, sin la contraparte cómica, sobre un hombre que mata y la vida no le cobra nada. Pero la historia de Cliff ofrece un contraste casi necesario. Allen nos está diciendo que el mundo no está hecho de buenas intenciones. Cliff tiene integridad moral y trabaja en lo que cree y, sin embargo, la vida no le paga bien. Su hermana termina sola, él termina solo y sin dinero, y el Profesor Levy -el filósofo existencialista que Cliff tanto admira- termina suicidándose. Además, sin la historia de Cliff no existiría Lester, ese personaje maravillosamente insoportable interpretado por Alan Alda.
Como muchas otras películas del director, Crimes and misdemeanors cierra con un gran evento, donde todos los personajes se reúnen, y alguien –el Profesor Levy, en este caso, en voz en off- hace un resumen de lo que acabamos de ver.Allen culpa a su pasado de niño judío por inculcarle esa necesidad de darle una moraleja a sus películas. Es difícil olvidar ese diálogo final, cuando los personajes de Allen y Landau, dos perfectos extraños, se sientan a platicar sobre la vida, la tragedia y los finales felices. Han pasado cuatro meses desde el asesinato. Salvo uno que otro brote de culpabilidad, Judah vive tranquilo. Inconscientemente, Allen y Landau hablan de la película que estamos viendo. “¿Cómo es posible que un hombre que sabe que mató a alguien pueda seguir su vida sin remordimientos?” dice Allen en el papel de Cliff. “¿Qué esperas, que se entregue a la policía? Esto es el mundo real. En el mundo real racionalizamos, negamos, o no podríamos seguir viviendo. Si quieres un final feliz, ve a ver una película de Hollywood.” A esta conversación le sigue un montaje (uno de los pocos momentos felices de la película), mientras el rabino Ben baila con su hija en la boda. La orquesta toca I’ll be seeing you, una canción de despedida, popularizada en la Segunda Guerra Mundial porque expresaba el estado de ánimo de las parejas que se separaban. La letra de la canción, que Allen omitió, le busca el lado dulce al desconsuelo de perder a alguien, como dice la estrofa final:
I’ll find you
In the morning sun
And when the night is new
I’ll be looking at the moon
But I’ll be seeing you.
La visión del mundo de Woody Allen no es tan pesimista como aparenta. Igual que la canción, igual que la filosofía del Profesor Levy, la cinta nos está diciendo que, a pesar del mundo indiferente, a pesar de la falta de Dios y de la maldad sin castigo, podemos encontrar placer en las cosas simples que están a nuestro alcance: como aquellas idas al cine de Cliff con su sobrina. No quiero decir que Allen sea un artista positivo, pero sí que tiene un lado romántico. Basta ver la nostalgia con la que retrata Nueva York: una ciudad en blanco y negro, o en tonos ocres, que invita a ver los mejores atardeceres mientras los rascacielos se iluminan al ritmo de Gershwin o de Armstrong. Que Alvy Singer haya acabado solo en Annie Hall (1977) es lo de menos: queda el recuerdo de las langostas, o de la escena en el balcónde Annie con subtítulos que traducen los pensamientos de Alvy y Annie. Crimes and misdemeanors lo hace más evidente. Con ese montaje final, Allen enfatiza que la vida tiene rincones luminosos.
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