El sonido de un novelista al ascender
En Radar Libros acabo de leer el texto de presentación de Rodrigo Fresán sobre la novela ganadora de la última edición del Premio Alfaguara El ruido de las cosas al caer de Juan Gabriel Vásquez. Suscribo cada palabra de Fresán en relación a Vásquez y su premiada novela, que la recomiendo con entusiasmo.
(Por otra parte, y saliéndome un toque del contenido del post, me parece muy saludable la política de Radar Libros. Es decir: se nos dice que el texto es uno de presentación, no una reseña.)
...
UNO La cosa es así: un día uno se despierta y el mundo está lleno de personas más jóvenes que uno.
Y cada vez son más.
Y unas cuantas son escritores.
Y algunas son buenos escritores.
Y unas pocas entre ellas, además, también saben leer.
Lo digo –a modo de introducción– para decir que cuando yo era un “joven escritor” me irritaba profundamente el que los no tan jóvenes escritores de mi generación raramente se dignaran a leer a “los nuevos” excusándose con un “estoy releyendo a Tolstoy” o cosas por el estilo.
Ahora –quiero suponer que del otro lado, más allá de que algunos me sigan catalogando como “promesa” que no recuerdo haber hecho, lo juro– puedo afirmar, orgulloso, que he desarrollado un muy práctico y funcional sistema para no caer una y otra vez en el un tanto patético “estoy releyendo a Vonnegut”.
Y es un método sencillo: me limito a leer –no son demasiados, me temo que son cada vez menos– a los jóvenes escritores que saben leer.
DOS Juan Gabriel Vásquez –está más que claro– es un “joven escritor” que sabe leer. De ahí que yo lo venga leyendo desde hace rato. Y que tenga la suerte y la satisfacción –y el recurso y la comodidad– de poder enarbolar el estandarte de su nombre cuando me preguntan si leo a los jóvenes y a quién entre ellos.
Y alguna vez que escribí que los escritores pueden dividirse en dos grupos: aquellos que cuando leen a un escritor se preguntan por qué no se les habrá ocurrido eso a ellos y los que, en cambio, se alegran de que se le haya ocurrido a alguien. Gracias, Vásquez, por hacer lo que yo no hago, por hacerlo mucho mejor de lo que yo jamás podría hacerlo.
En resumen: he aquí un joven que ya no es un “joven escritor” (probablemente nunca lo haya sido, salvo para la foto y el año de nacimiento en las solapas) sino un escritor a secas.
Compruébenlo, sin dificultades, en las primeras líneas de El ruido de las cosas al caer, novela cuya madurez de ideas y sabiduría formal vuelve a poner en evidencia el cómodo pero ineficaz sinsentido de andar catalogando a escritores por edades y novela que es un Premio Alfaguara que premia al Premio Alfaguara.
Cerciórense de todo lo anterior ahí nomás, casi en la entrada al billar, con un hipopótamo comparado a “un meteorito recién caído” y, a continuación, esa reflexión sobre “el dañino ejercicio de la memoria, que a fin de cuentas nada trae de bueno y sólo sirve para entorpecer nuestro normal funcionamiento, igual a esas bolsas de arena que los atletas se atan alrededor de las pantorrillas para entrenar”.
Todo esto y mucho más en apenas las dos primeras páginas.
Y así hasta la página 259 y ese final epifánico en forma de pregunta cuya respuesta, aparentemente ausente, está en todo lo que aconteció antes, que es mucho, y que está tan bien escrito. Escandalosamente bien escrito.
TRES Y eso –que esté tan bien escrita– no es lo que me molesta de El ruido de las cosas al caer. De hecho –como todo aquel que goza de la lectura– lo celebro aquí, allá y en todas partes.
Lo que sí me irrita y me perturba y me indigna y me da envidia de El ruido de las cosas al caer es el rigor con el que está escrita.
El jodido rigor de Juan Gabriel Vásquez que ya asomaba su jodida cabeza en los relatos de Los amantes de Todos los Santos y en las novelas Los informantes e Historia secreta de Costaguana.
Maldito sea el maldito rigor del maldito joven escritor Juan Gabriel Vásquez quien –a la luz de lo que se ofrece en El ruido de las cosas al caer– probablemente sea el autor “joven” que más y mejor sabe sobre el atemporal arte de cómo plantar y erigir una novela después de Mario Vargas Llosa.
Y días atrás, vi por televisión una entrevista que Elvis Costello le hacía a Tony Bennet (¿será Tony Bennet el Vargas Llosa para el Sinatra de García Márquez? ¿O viceversa?) y allí el crooner afirmaba categóricamente desde sus más que muy bien llevados más de ochenta años: “Lo que muchos jóvenes preocupados por estar a la última moda no comprenden es que no se puede avanzar sin antes retroceder. No se puede avistar el futuro sin haber contemplado el pasado”.
Y está claro que Vásquez viaja al ayer y conduce hasta mañana sin perder nunca de vista la imagen en el espejo retrovisor. Hay en Vásquez una voluntad por ser tradicional en el mejor sentido de la palabra que me parece absolutamente vanguardista. Para que me entiendan, basta con disfrutar el ritmo que Vásquez imprime al primer capítulo de la novela. Con el modo en que raciona y va dejando caer la información y el que la descripción física de uno de los protagonistas aparezca recién en la página 21, luego de que llevemos un rato largo escuchándolo no me parece un gesto casual o fortuito. O con la manera en que Vásquez va organizando la trama. No como un rompecabezas (que es lo que hacemos casi todos, mostrando primero las piezas desordenadas y hasta una reproducción del puzzle terminado en la tapa de la caja) sino como un mural del que sólo él parece conocer el boceto. O con cómo el ambiguo narrador conradiano (no diré fordmadoxfordiano, porque hoy es el día de Juan Gabriel y no vamos a volver a la misma discusión de siempre) va escondiendo ciertas piezas clave con sabiduría y hasta con sadismo para placer del masoquista lector que, lo comprende enseguida, está entregado y dispuesto a lo que sea. De ahí la inequívoca sensación de estar leyendo algo instantáneamente clásico y permanentemente moderno.
CUATRO ¿Cuál es el elemento o gesto disparador de una novela como El ruido de las cosas al caer? ¿De chico soñó alguna vez con ser aviador? ¿Por qué el billar? ¿Sabe jugar al billar? ¿Escribe –planifica jugadas en la pantalla– como juega al billar? ¿Es la carrera de Derecho un buen entrenamiento de marine para alguien que en verdad quiere ser escritor? ¿Escribir es otra forma de traducir, de traducirse a uno mismo? ¿Qué hacer (o deshacer) con la realidad? ¿Habrá algo menos real que la novela que se dice realista? ¿Y qué hacer con la novela de la vida propia aplicada a la novela de la propia obra? ¿Es posible –se ha buscado y encontrado aquí–- un romance del narco como alguna vez lo fue el romance del dictador? ¿Es consciente Vásquez de irse transformando en el mejor escritor político latinoamericano? ¿Conforman Los informantes, Historia secreta de Costaguana y El ruido de las cosas al caer una especie de Trilogía colombiana con la American Trilogy de su admirado Philip Roth como modelo? ¿Cierra aquí una habitación y abre otra puerta? ¿Considera la figura del testigo/narrador un rasgo imborrable de su estilo o algo que le gustaría alterar? ¿Se siente solo como escritor o, apenas, mal acompañado? ¿Tiene sentido seguir hablando de “literatura latinoamericana”? ¿Cómo se le ocurrió ese cameo de Cien años de soledad en El ruido de las cosas al caer? ¿Tótem en el patio de esa casa de los Buendía en Macondo o Tótem detrás de la barra de un bar llamado La Catedral? ¿Quedó algo fuera de la novela, hubo algo que no se atrevió a poner o que no cabía? Siendo ya un escritor latinoamericano con una considerable proyección internacional: ¿existe en usted –consciente o inconscientemente– alguna preocupación por no escribir à la Bolaño? ¿Y los cuentos? ¿No quedan más cuentos? ¿Y qué hacemos con la Historia? ¿Historias u otra cosa? ¿Y qué hacemos con las drogas? Y lo más intrigante de todo: ¿qué va a hacer –qué piensa que le queda por hacer– después de El ruido de las cosas al caer?
CINCO Y empecé con un apunte personal y termino con otro amparado en que las tramas de Vásquez se apoyan, siempre, en cierta circularidad, a veces evidente y a veces más secreta.
La semana pasada –la semana en que leí El ruido de las cosas al caer–- cayeron sobre mí las siguientes muy ruidosas cosas.
A saber:
a) Obras de refacción en el jardín del piso de abajo desencadenaron una invasión de insectos en mi casa. El ruidito que hacen los bichos al subir y, sí, ya sé lo que se siente al despertarse con hormigas en la boca, como en uno de esos cuentos de Paul Bowles.
b) Perdí doce años de información, obra inédita y vida vivida, almacenada en un disco duro que resultó ser más bien blando.
c) Murió un gran amigo.
d) Sufrí una intoxicación con mariscos y los que han estado allí –como los que han estado en Vietnam– saben perfectamente y prefieren no recordar lo que significa “intoxicación con mariscos”.
e) Empezó el calor.
Y aun así, después de todo y antes que nada, lo cierto es que, aquí y ahora, no puedo ni podría afirmar que la pasada haya sido una semana espantosa.
Para eso –para eso, también– es que sirve la buena literatura en general y el sonido que hace esta excelente novela al elevarse.
Mírenla y léanla subir alto.
Más alto.
Más alto todavía.
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