viernes, junio 10, 2011

Ricardo Piglia: "A la narración hay que ponerle problemas"


En Diario Perfil encuentro una entrevista del poeta Fabián Casas al narrador Ricardo Piglia. Se trata, sí, de una muy buena entrevista, en la que Piglia no solo nos habla de su celebrada novela Blanco nocturno, sino también de otras cosas más.

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En un ensayo hermoso sobre los Beatles, Hanif Kureishi se detiene en la voz de Lennon. Dice, entre otras cosas, que amaba esa voz porque ella estaba ligada a su propio crecimiento. Muchos de los lectores de mi generación también vienen hablando con Ricardo Piglia mentalmente. Le discuten sus tesis, se apasionan con sus teorías perfectas y estimulantes, devoran sus relatos. Leer a Ricardo Piglia durante nuestra adolescencia era entrar en la literatura argentina con pasos sagaces. Nos permitía esgrimir teorías en las fiestas para impresionar a las chicas melancólicas de la facultad. “¿No sabías que el mejor escritor argentino era Gombrowicz?”, “El crítico es como un detective buscando pistas”, “Faulkner, traducido por Borges, es Onetti”. También nos arrojaba a la búsqueda de los autores que él nombraba y bendecía. Así que de alguna manera, separados ahora mesa de por medio en un mediodía invernal, tengo la sensación de que el diálogo que vamos a tener ya empezó hace tiempo.
La excusa del encuentro es que Piglia acaba de publicar una nueva novela. Se llama Blanco nocturno. Piglia suele publicar cada diez años. Se toma su tiempo. Empezó con un volumen de cuentos llamado La invasión y siguió varios años después con Nombre falso. En ese volumen estaba un relato notable llamado “Homenaje a Roberto Arlt”. Ese texto –mezcla de policial, cuento y ensayo– prefiguró su novela central que fue Respiración artificial. Un escritor creado por las vanguardias, enamorado de la literatura norteamericana y de la historia argentina, cruzaba el Río de la Plata por abajo, respirando con una pajita, para soportar la presión de esos años pesados. Piglia probaba todos los estilos y era más rápido que todos. Por ejemplo, el soliloquio del senador Luciano Ossorio estaba impregnado de la sintaxis del aún desconocido en la Argentina Thomas Bernhard, que es nombrado en la novela: “Vivo encerrado todo el día traduciendo ahora un libro bastante notable de Thomas Bernhard”, dice uno de los personajes. Que es lo mismo que decir que Piglia, al afanar la sintaxis del austríaco, lo estaba traduciendo. Tanto fue el shock que produjo la nueva novela editada por Pomaire, que inmediatamente el autor fue canonizado como el escritor del futuro, un narrador que encarnaba en sí mismo las múltiples posibilidades de la posmodernidad.
Ahora que pasó el tiempo y el polvo de ladrillo bajó, uno descubre en la obra de Piglia, maravillado, lo que quizá sea su centro neurológico, una especie de dínamo narrativo que hace avanzar a sus historias –sean relatos, o ensayos– de manera vertiginosa. Esa voluntad de narrar que vuelve ficción –y por lo tanto verdad– hasta la anécdota más trivial. Pero, ¿cuándo trabaja Piglia? ¿Dónde lo hace mejor? En los Estados Unidos, donde da clases desde hace años, o cuando viene a su lengua. “Trabajo siempre más acá. Igual hice muchas cosas allá. Empecé a estar en Princeton en el ‘97. Es un poco la fantasía del monje, viste. Iba seis meses y venía seis meses. Se me hacía un poco difícil, esquizofrénico. Yo tenía esa tradición que me hice de trabajar un tiempo, juntar un poco de plata y ponerme a escribir otro tiempo. Tengo la sensación de que a las cosas las he escrito con mayor fluidez acá. ¿Por estar en la lengua? Bueno, eso también. Pero ahora Princeton es una etapa cerrada.”
—¿Hace mucho que venís trabajando esta novela?
—Desde el ‘97, que terminé y publiqué Plata quemada. Si bien también terminé y publiqué libros en el medio –El último lector, Formas breves– en realidad la novela en la que estuve trabajando es esta, Blanco nocturno. También en ese lapso empecé algunos cuentos. Eso no quiere decir que uno esté todo el tiempo escribiendo ese libro. Pero yo tengo una forma de trabajar que no recomiendo. Hago un borrador y lo dejo. Tal vez dos años. A veces este borrador es una mezcla de cosas escritas a mano, notas, apuntes. Y cosas en computadora. Así que escribo y lo dejo estar. Cuando vuelvo tengo la sensación de que el libro tiene una vida propia, una energía propia y que hay que tratar de seguir esta energía. Entonces lo que pasó con este libro es que había una primera versión que estaba situada en otra época. Pero los personajes eran los mismos. En realidad la novela surge del personaje inicial que es un primo mío del lado de la familia de mi padre. Que intentó, efectivamente, hacer una fábrica fantástica y tuvo una serie de contratiempos.
—Un primo artliano.
—Completamente. Hacía también inventos al final. Nosotros fuimos varias veces a verlo. Igual, no quiero contaminarlo a él con el relato, además ya murió, pobrecito. Pero él fue el punto de partida. Lo veo como el Capitán Ahab, como el Kurtz de Conrad. La novela para mí era él. Pero yo no quería repetir esa historia tan conocida de la trama familiar.
—El comisario de la novela parece un Piglia mayor, contrastado con un Piglia joven –Emilio Renzi. El comisario dice frases que vos mismo podrías haber escrito en “Crítica y ficción”, como “Todos los crímenes son pasionales”. Y además, la novela tiene una estructura de género. ¿No?
—¿Sabés la idea que empecé a trabajar acá? Que los géneros son también personajes. Porque la clave del libro, en mi cabeza, es que es una novela de personajes. Y que cada personaje arrastra un género.
—Pero cuando te sentás a escribir, ¿ya tenés esa idea?
—No, me doy cuenta después. Y también reconozco que algunos personajes arrastran cosas. Tony Durán, por ejemplo, es para mí la figura del forastero, ¿no?
—El forastero que está en tus relatos, como la historia de tu iniciador literario inventado, Steve Ratliff.
—Ratliff es verdad. Existió. Para mí, él es la literatura norteamericana. Un personaje que encarna un mundo.
—Faulkner traducido por Borges da Onetti. Y en “Blanco nocturno” yo encuentro a todos estos escritores reversionados por vos.
—Un poco de eso, sí. Son como músicas que uno tiene ahí dando vueltas. Una de las grandes novelas que me ha marcado muchísimo es Absalón absalón. Que es una gran historia familiar. Igual yo en este caso trataba de evitar esa estructura.
—Tengo una teoría que, como toda teoría, siempre puede ser una gran estupidez, y es que, al releer todo tu trabajo, pienso que sos uno de los más grandes cuentistas argentinos. Pero cuando uno dice esto, otros preguntan ¿qué está diciendo este idiota?, si Piglia es el maestro de la metaficción, de la literatura paranoica... Y como uno se enamora de sus teorías, sobre todo si son propias, también pienso que has ido en contra de esa habilidad posmoderna prefiriendo el relato más puro.
—No sé si en contra. Pero yo veo que los ensayos los he manejado como pequeños relatos. Con argumentitos adentro. De manera que no he podido construir una ensayística que no esté ligada a la narración. A mí me parece que a la narración hay que ponerla en problemas. ¿Qué quiere decir esto? Quiere decir una fantasía que tampoco tiene que ver con el valor de los textos. Tengo que tener un desafío cuando me pongo a escribir. Algo que me parezca un experimento, algo que no hice antes. Eso no tiene nada que ver con el valor ni con la admiración que le tengo a escritores que hacen siempre lo mismo y admiro, como Onetti o Saer. Uno ya sabe ahí que va a buscar lo mismo. Pero también me gusta Puig, que nunca sabés por dónde va. Si vos tomás Boquitas Pintadas y la contraponés a Maldición eterna..., pensás que no la escribió la misma persona. Por eso, yo también trato de ver si puedo, en cada novela, hacer algo que no haya hecho antes, sacarme los ritmos y los tonos que aparecen espontáneos. Por ejemplo, en Blanco nocturno hay más ironía en la narración. Más velocidad narrativa.
—Pero es la velocidad narrativa propia de tu trabajo, desde los relatos de “Invasión”. ¿Vos identificás eso, no?
—A mí me gusta mucho eso. Aunque no soy de los escritores que creen que hay una sola manera de hacer literatura. Hay escritores que tienen una lentitud y una sintaxis larga que me gustan muchísimo. Aunque a mí me gusta el relato que avanza.
—¿Cuál es tu retórica?
—Es difícil decirlo. Porque cualquier escritor piensa un poco lo que está haciendo, más allá de las posibilidades que tenga para concretarlo. Yo tiendo en los borradores a que la precisión de la prosa y la rapidez de la narración se unan. Eso es lo que busco cuando corrijo el texto. Es decir, salirme de un tono que a veces a mí me sale solo, que es un tono más barroco. Viste que Onetti pone cuatro adjetivos, parece que los estuviera buscando ¿no? Yo trato de corregir eso. El es un maestro total y produce además efectos en los epígonos. Fijate que la literatura parece fijada ahí, para muchos. Hay tipos que hacen un gesto literario tan claro, que uno dice “bueno, la literatura debe ser eso, ¿no?”. A mí me interesa buscarla por otro lado, por donde la conversación sea un elemento importante, por ejemplo. En los cuentos no me pasa eso, tal vez por eso te gustan a vos. Los cuentos tienen una estructura propia. Igual también trato de que en las novelas suceda más de una historia, historias que van circulando. Cosas que a mí me gustan leer en otros escritores.
—A vos te gusta Emilio Gadda.
—Bueno, fijate con qué lo asocio yo a Gadda. Con Arlt, por un lado, con ese lenguaje que tiene capas, con dialectos, jergas y modos personales de contar. Y después tiene una ironía en el tipo de historia que a mí me gusta mucho. Son personajes excesivos. Una de las cosas que a mí me interesa mucho en esta época es la épica. En el sentido de volver a ella. Yo me acuerdo de algo que decía Néstor Sánchez cuando dejó de escribir. Decía: “Se me acabó la épica”. Como decir “no puedo contar historias que estén muy pegadas a mí”. Es decir, personajes que tengan una dimensión que excedan la experiencia cotidiana que uno tiene. Historias que tengan una dimensión, una energía narrativa que excedan la experiencia con la que uno trabaja. Fijate que las hermanas Belladona de mi novela son personajes muy sacados. Registros más altos, fuera de la vida normal. Y a mí me parece que a ese registro no hay que sostenerlo también con la prosa porque sino se va demasiado arriba. Por ejemplo, mientras estaba escribiendo este libro, leía a Conrad.
—Tengo un amigo que siempre me cuenta que él tiene que tener, por lo menos, de vez en cuando, una relación homosexual. Yo le digo que a mí me pasa algo similar con los libros de Conrad: necesito leer uno de vez en cuando. Y como son muy intensos, su impresión puede durar años, como si se diluyera una pastilla efervescente en el océano y lo cubriera todo.
—Porque es increíble el modo en el que él construye a Lord Jim. A Kurtz. Yo lo tenía en la cabeza porque en mi novela también aparece un personaje clave, casi en el final. Como suele hacerlo Conrad. ¿Viste que durante toda la novela se habla del tipo y al final el tipo surge? Es como darme un poco de ánimo.
—¿Lo leés en inglés?
—No me hago demasiada cuestión con eso. Defiendo mucho las lecturas de las novelas en traducción. Porque me parece que la traducción prueba que el relato no es sólo lenguaje. Que hay una cosa más que sobrevive. Cosa que no sucede quizá con la poesía. Porque el género tiene que ver con El Quijote, que es una traducción del árabe. La novela es el género democrático entre comillas. Se ha expandido gracias a las traducciones y todo el mundo puede leerla. No es lo mismo que la poesía, que para mí es el horizonte de lo que se puede hacer. Porque ellos logran hacer todo con mucha concisión. Cualquiera que narra tiene la sensación que son muchas más palabras las que necesita, mientras que si la poesía está funcionando bien… es Tácito contra Cicerón.
—“Respiración artificial” parece escrito en el momento justo, en el lugar justo, tal vez también justo para tu vida, no lo sé. ¿Qué relación tenés con ese libro?
—Me parece que ese libro definió un tipo de escritor. No porque yo lo sea, sino porque al leer ese libro uno se imagina un tipo de escritor. Y entonces, ese escritor es el que en realidad quedó –tampoco vamos a exagerar– como imagen.
—¿Pero vos no te sentiste presionado por ese tipo de escritor a la hora de volver a sentarte a escribir?
—Aparecieron muchos estereotipos que después se han ido diluyendo. Muchos libros que empezaron a circular después estaban hechos en esa misma poética. Yo lo escribí tratando de no cambiar lo que uno automáticamente tendría que cambiar. Los personajes estaban conversando y la conversación empezó a girar hacia Arlt y Borges, y si yo hubiera tenido una conciencia menos suicida, hubiera puesto una conversación sobre una mujer. Era fácil de hacer. Pero me di cuenta de que estaba saliendo algo que estaba bien que estuviera en la novela.
—Pero eso era vital, vos tenías esas charlas en los bares, con tus amigos. Yo encuentro ahí que vos te decís: “Che, esto que estuve charlando con Néstor Sánchez, ¡es novelable!”.
—Claro. Nos hemos pasado la vida discutiendo sobre literatura con la misma intensidad. Y la segunda cuestión es que a mí me gusta mucho la gente que habla de lo que sabe. En mi familia había miles de tipos que se podían pasar horas hablando de su oficio. Y en la novela esos tipos hablaban de lo que sabían. Y también yo he tendido siempre a tomar distancia de la pose del escritor ingenuo, que cultiva la posición de antiintelectual. Es una pose que está en los medios, que comen de eso, y que yo trato de cuestionar. Por ejemplo, la idea del tiempo entre los libros es algo que también me pone satisfecho. Hay diez años a veces entre libro y libro.
—A mí me parece que el blog, la idea de ser observado apenas se escribe algo, debilita al escritor, ¿qué pensás de eso?
—Hay algo en la cultura de masas contemporánea que es la aspiración a la interpretación. Todo el mundo está esperando que lo interpreten. Me daba cuenta de eso en los Estados Unidos con las series. Por ejemplo, Lost.
A los dos días ya había una cantidad de interpretaciones e información que cuando veías el programa siguiente ya estabas saturado. Esa lógica está muy presente hoy, y el blog y Facebook están acelerando esa situación.
Maradona, Allende y Evita
—Hay un último lector para agregar a tu libro de ensayos: Diego Maradona.
—Me encantó verlo leyendo. Parecía que estaba leyendo la Constitución Argentina. Hay un cuento de Rulfo que se llama Nos han dado la tierra. Ahí viene un funcionario y les lee y los tipos se tienen que quedar mudos. Está la idea de que lo que está escrito ellos no lo pueden entender, pero supone la lógica de que ahí está lo que les han dado. Es una escena donde el mundo popular oral de Rulfo se encuentra con esa especie
de lamento.
—Siempre me impresionó el discurso que escribe Salvador Allende cuando
está sitiado en La Moneda, la potencia de esa escritura cuando uno está más acostumbrado a escuchar clichés demoledores en los políticos. Pero Allende, con un casco que le quedaba grande y empuñando una pistola, escribe esos versos
maravillosos…
—Son momentos shakespereanos. Es una escena emocional donde el lenguaje no puede menos que plegarse a esa situación. Es como si el lenguaje encontrara su mejor manera de funcionar, como hablar a la historia. El último discurso de Evita también es increíble. Volveré como bandera…

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