viernes, junio 24, 2011

García Márquez: tres encuentros cartageneros


En El Malpensante, este imperdible artículo de Juan Carlos Ensuncho-Bárcena.

...

I

Plaza de San Diego, agosto de 1998
Es viernes por la noche. La plaza está llena. La mayoría somos aspirantes a músicos, artistas o actores de Bellas Artes, o futuros filósofos, economistas o abogados de la Universidad de Cartagena. Abundan la cerveza, los cigarrillos y el vino de caja. Hace un par de meses, mis amigos y yo decidimos crear un “movimiento literario y artístico” para cambiar el aburrido panorama de la literatura y las artes de Cartagena. Bautizamos nuestro movimiento “desechismo” porque creemos que lo que más ha producido el siglo XX es basura. Solemos reunirnos bajo los arcos de la fachada de la escuela de Bellas Artes, donde algunos meses atrás el poeta Raúl Gómez Jattin durmió sus últimos meses de vida.

Esta noche discutimos sobre el tal realismo mágico, esa forma tan rimbombante de llamar la realidad más común de nuestra geografía caribe. Todos nos confesamos admiradores de García Márquez, pero estamos hastiados de su omnipresencia y de las cualidades de rey o, lo que es más divertido, de papa, que le han atribuido muchos académicos, críticos y lectores. Ya existen expertos “gabólogos”, “gabistas”, “gabiteros” e incluso ha surgido una manía de última hora: la “gabomanía”. Los desechistas nos sentimos muy lejos de todas esas categorías. Creemos que el tipo escribe bien, pero ése es su deber. Como el nuestro. Creemos que de él no nos diferencia nada más que el monto en nuestra cuenta y el número de lectores –sí, claro, lo sabemos, somos jóvenes, ilusos y un poco idiotas–.

En medio de la discusión sobre “gabología”, nos percatamos de que el hombre de marras está saliendo de Fellini, un restaurante italiano frente a la plaza. Los desechistas no sabemos qué hacer, pero un bailarín amigo, defensor de Gabo en la discusión, sí lo sabe: saca un libro de su morral y emprende la persecución. Lo seguimos a través de la calle y lo vemos abordar al Nobel:

–Maestro, regáleme un autógrafo.

El hombre se detiene, se da vuelta, le pide a sus acompañantes que continúen. Examina el libro.

–Esta edición es pirata.

–Estamos en Cartagena, Nobel.

–Te la valgo.

Abre el ejemplar de Noticia de un secuestro, que los desechistas nos hemos rehusado a leer por la excesiva publicidad que ha tenido y porque no pasa de ser material periodístico, cosa deleznable para nosotros. El Nobel estampa su reconocida firma, con flor y dedicatoria: “Para Fornier”.

Rafa, el pintor, le transmite a García Márquez nuestra idea de que él no ha inventado nada, que eso de realismo mágico no existe.

–Tienes razón, eso fue un invento de los franceses, que tienen la manía de ponerle nombre a todo lo que no entienden.

Rafa queda desarmado ante la respuesta. Guardaba la esperanza de que el Nobel le diera pie a su reto. Los demás empiezan a retirarse mientras García Márquez le devuelve el libro al bailarín.

–Maestro, que si puede ir a tomarse una foto con un señor que vino de México, en aquella mesa –le dice una mesera.

–Dígale a ese señor que respete, que venga él. Mucho me he roto yo el culo como para tener que ir hasta su mesa.

–Bueno, maestro. Muchas gracias.

–Dígale que venga, que con mucho gusto me tomo la foto con él.

Pero el señor no viene. García Márquez se queda solo, visiblemente afectado por la escena. Yo, que hasta el momento solo he tenido el papel de observador, decido intervenir.

–Saludos le mandó su hermana Carmen Rosa, maestro.

Dirige su mirada hacia mí.

– ¿Y tú cómo sabes de ella? –pregunta sorprendido.

–Es que yo soy de San Marcos.

–¿Y cómo está? ¿Cómo sigue del corazón?

–Estable. Pero aún no se ha querido operar. Le da miedo.

–Una vez le teníamos el quirófano listo en Bogotá, con el mejor cardiólogo, en la mejor clínica. Pero no quiso.

–Sí, ella me contó que le habían dado cuatro meses de vida si no se operaba. Y de eso han pasado ya cuatro años.

–Ella tiene una salud de acero. Yo la recuerdo mucho.

–¿De la época de Sucre?

–Sí, especialmente de esa época, la más feliz de la familia. Recuerdo que cuando llegué de Barranquilla en esas vaca-ciones me fue a recibir al puerto.

Se ha puesto nostálgico. Su mano derecha está sobre mi hombro izquierdo. Siento su energía poderosa, su entrañable afecto por la familia, su forma de decir cosas aun desde el silencio. Me siento como hablando con don Uriel de la Ossa , mi vecino de toda la vida en San Marcos, gran narrador y dueño de un humor extraordinario.

–Bueno, ¿pero cómo es que sabes tanto de ella?

–Es que siempre la he conocido en el pueblo como la señora Carmen. Solo hace dos años me enteré de que era hermana suya. Y como estoy estudiando periodismo comencé a visitarla para conocerla mejor.

–¿Y qué piensas hacer con eso?

–Pues no sé. Algo saldrá. De momento, he descubierto un documento que le puede interesar.

–¿Ajá?

–Un artículo de prensa que publicó su papá, Gabriel Eligio, en el periódico La Juventud de San Marcos en 1922. Es un perfil de dos señores de la aldea, en ocasión de la posesión del general Ospina.

–¡Qué vaina! ¿Y dónde encontraste eso?

–Aquí en Cartagena, en el Archivo Histórico, pero no lo pude fotocopiar, el ejemplar está casi deshecho. Lo transcribí a mano.

–Ajá. Con que siguiéndole la pista al viejo.

No son más de cinco minutos de charla, pero me sirven para corroborar algunos datos que me había contado Carmen Rosa. Como esa noche en que ella se anudó un largo cordel al dedo gordo del pie y llevó el extremo al antejardín, para que cuando Gabito llegara en la madrugada, ella pudiera enterarse y abrirle sin que el viejo o Luisa se dieran cuenta. Ríe al recordar esa noche, como el niño que entonces era.

Entre el viejo Gabo que estoy viendo y el Gabito del que ahora hablamos, recuerdo las palabras con las que semanas atrás marqué un ejemplar de mi revista, para entregarlo al Nobel: “¿Qué le diría al joven que usted fue si se lo encontrara por la calle?”, escribí en la primera página de la primera edición de Ciclo. Me acerqué tímidamente. El vigilante de la enorme casa del centro se limitó a decir: “Déjasela por ahí”. Deslicé la revista bajo la puerta del garaje y no supe nada más de ella, hasta este momento.

–¿Recibió la revista que le dejé hace unas semanas en su casa?

–¿Cuál sería?

–Ciclo.
–Claro. La leí toda. Me divertí haciéndolo. Sobre todo el artículo sobre la silla de plástico y el suero dietético. ¿Y qué quieren hacer con la revista?

–Pues seguirla publicando, maestro. Ése es nuestro interés.

–Bueno, pues pa’lante. Yo me la pasaba en ésas cuando tenía tu edad. Inventando revistas y periódicos por todos lados. Es una satisfacción sin igual.

–Bueno, no le quito más tiempo, maestro. Gracias, que tenga feliz noche.

–Ningún maestro, mijo. Gracias a ti por la información que me has dado. Mañana mismo llamo al Archivo. Hasta mañana.

–Hasta mañana.

Sus acompañantes aún lo esperan. Entre ellos, una mujer alta, gorda, blanca, de cabello canoso y corto, que al mismo tiempo parece catalana y matrona del sur de Sucre. Mis compañeros me reciben intrigados, no tienen idea de qué me quedé hablando con el tipo. Creo que me ven como una especie de traidor a la causa desechista. Aguantando las ganas de contarles, me voy a la tienda de la esquina, compro una cerveza, enciendo un cigarrillo y vuelvo con ellos.
II
Claustro de San Francisco, agosto de 1999
Un grupo de estudiantes con morral al hombro atraviesa el patio y los corredores. El viejo edificio ya no es la sede de inquisidores, sino de anticuarios, tiendas de artesanías, galerías y una universidad. En el centro del patio, que evoca tiempos coloniales, hay una fuente hecha en piedra de mar. Aquí estoy. Aquí trabajo.

Mis jefes son los coreógrafos Álvaro Restrepo y Marie-France Delieuvin, quienes se han propuesto realizar un Festival Internacional de las Artes con todo el rigor que sus viajes por el mundo les han permitido conocer. Me han escogido para ser el jefe de prensa de la segunda versión del festival. Llegué a este trabajo, el primero de mi vida, en noviembre de 2008, tres meses después de mi primer encuentro con don Gabriel. Fornier, el bailarín que pidió el autógrafo aquella noche, es uno de los discípulos de Restrepo y Delieuvin.

Ha pasado un año desde el primer festival. En aquella ocasión, don Gabriel aportó un cheque de diez mil dólares como colaboración, luego de una visita que le hicieron los coreógrafos al hotel donde acostumbra a jugar tenis. La noticia nos la dieron tan pronto llegaron a la oficina:

–Nos dijo que de inmediato iba a llamar a Carmen Balcells para que autorice el cheque –nos contó en ese momento Álvaro con los ojos brillantes de emoción.

Salgo al otro patio a fumar. Contemplo los enormes almendros. El Nobel ha venido aquí en repetidas ocasiones a ver las instalaciones y a saludar a los pequeños bailarines del Grupo Piloto Experimental de El Colegio del Cuerpo, tal como ocurre esta tarde.

Lo veo aparecer acompañado de otros invitados y de su esposa. Esta vez no va de blanco. Tiene una camisa con cuatro bolsillos y un pantalón, un vestido azul de Prusia. Yo tenía uno igual cuando era niño. Al verlo, me veo a mí mismo el día que cumplí siete años. A su lado va doña Mercedes, quien según algunos es la culpable de buena parte de la obra de su esposo. Es más alta y robusta de lo que yo pensaba, incluso más alta que él.

Conocedor del interés que suscitan en García Márquez las pequeñas historias, Álvaro le cuenta a don Gabriel y sus acompañantes que uno de los vigilantes del lugar fue sorprendido alquilando los pasillos del segundo piso como residencia para amores de paso.

–Imagínese, maestro, lo que es la urgencia venérea.

–Ajá, ¿y quién te manda a ponerle “El Colegio del Cuerpo”? –responde el maestro y todos estallan en risas celebratorias.

En la pequeña sala de ensayo, los bailarines están a la expectativa. Los invitados se acomodan en sus sillas y comienza la función. De vez en cuando observo al Nobel. A ratos atento y otras veces cabeceando en su silla, parece uno de esos abuelos que toman la brisa de la tarde en una mecedora dispuesta en la terraza de alguna casa del Caribe. Esa misma sensación de indefensión, de camino andado, de nostalgia.

Al terminar la obra, el merecido aplauso de los asistentes saca a don Gabriel de su cabeceo con un sobresalto. Se encienden las luces y los organizadores piden su opinión al exclusivo grupo de invitados. El director de la compañía, mi jefe, presenta a cada uno de los bailarines y al equipo de trabajo del festival, incluyéndome.

Don Gabriel felicita a los bailarines por su desempeño y tenacidad. Uno de ellos, el más lanzado, pregunta:

–¿Cómo nos ve en relación con la vez pasada?

–Mucho peor –dice bromeando.

Todo el mundo suelta la carcajada.

–Y eso te pasa por preguntón –remata.

Álvaro agradece a los presentes, en especial a don Gabriel y a doña Mercedes. Y le pregunta si les podría firmar unos libros a los bailarines.

–Mientras no sean piratas, con mucho gusto.

Otra carcajada revienta en el recinto. Los chicos hacen fila, cada uno con dos y hasta tres ejemplares. Me voy corriendo a mi escritorio a sacar el ejemplar que estoy leyendo de El amor en los tiempos del cólera.

–¿A quién se lo firmo?

–A Teresa, una amiga catalana que vive en el Portal de los Escribanos.

–¿Cómo va a ser eso?

–Así es.

“Para Teresa, en Cartagena”, firma con flor y todo. Meses después, al devolverle el libro a su dueña, tendré que explicarle que la firma es auténtica y la veré, conmovida, soltarse en un llanto inconsolable.

–Maestro, ¿recuerda la revista Ciclo?

–Claro, ¿en qué va eso?

–Ya salió la segunda edición. Del todo independiente.

–Si es independiente es mala.

Una vez finalizada la firma de libros, se despide de todos, muy agradecido por la ocasión. Cuando está por salir de la sala de ensayos lo abordo de nuevo.

–Maestro, ¿será que le puedo hacer una pregunta para un programa de la Alianza Francesa ?

–Ven acá –me dice tomándome del brazo–. ¿Tú te imaginas que yo le dijera que sí a todo el que quiere entrevistarme? No tendría vida.

–Lo entiendo, maestro. Muchas gracias.

–Ningún maestro, Gabriel.
III

Claustro de Santo Domingo, noviembre de 2004
Dos años después de la muerte de su hermana Carmen Rosa, me encontré de nuevo con don Gabriel. La ocasión fue el lanzamiento de la biografía del magnate venezolano Gustavo Cisneros. En ese momento yo trabajaba en la librería Ábaco, organizadora del lanzamiento, y era el encargado de atender la mesa de bienvenida, recibir a los invitados y obsequiarles el libro de Cisneros. La prensa había anunciado que García Márquez estaba en la ciudad y que quizás asistiría al evento.

La duda se disipó cuando vi aparecer una nube de periodistas en busca de una declaración. Don Gabriel, halado por doña Mercedes, intentaba seguirle el paso y hacerles el quite a los colegas.

–¿Por qué no entienden que él no es la estrella? Entrevisten a Gustavo –dijo ella visiblemente molesta.

–Buenas tardes, doña Mercedes.

–Buenas tardes, mijo.

Al terminar el evento, luego de la lectura del prólogo a cargo de Carlos Fuentes y de una conversación con el autor y el biografiado, los organizadores ofrecieron un coctel. A pesar de parecer muy sapo, quería aprovechar la ocasión para regalarle El poeta en el hotel, mi primer libro, que había publicado la misma semana en que salió su Memoria de mis putas tristes.

García Márquez estaba conversando con Carlos Fuentes y Tomás Eloy Martínez. Me acerqué a ellos. Saqué de la bolsa un par de libros y rápidamente repartí ejemplares firmados.

–Maestros, quiero regalarles mi primer libro –les dije.

–Muchas gracias –dijo don Gabriel.

–¡Qué bello título, Juan! –comentó Fuentes.

–Gracias. Espero que no solo el título le parezca bello.

–Eso espero yo también.

Don Gabriel recibió su ejemplar y observó la portada con nostalgia. No era el mismo. No hizo ningún comentario. Estaba como en otro sitio, en otro tiempo

–¿Se acuerda de mí? –le pregunté–. Yo escribí un reportaje sobre su hermana Carmen Rosa. A propósito, lo siento mucho.

–Gracias, mijo. Gracias por escribirlo.

–Gracias a ella. Y a usted, por leerlo, maestro.

–Ningún maestro, Gabriel.

–Gracias, don Gabriel.

–Gracias a ti, mijo.

Tres años antes de ese encuentro, cuando entregué mi tesis de grado titulada “La hija mayor del telegrafista”, decidí darle a conocer el reportaje a Jaime García Márquez, hermano del Nobel y en aquel entonces coordinador de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano. Don Jaime no solo leyó el texto completo sino que, emocionado, se lo envió a don Gabriel, vía fax, a México. Él lo recibió, página a página, del otro lado.

–¿Y cómo le pareció?

–Me hizo prometerle que no te contaría nada.

–¿Por qué?

–Porque si su opinión es favorable, te creces. Y si es desfavorable, te desinflas. Me pidió que te dijera que siguieras trabajando. Que siguieras escribiendo.

Eso recordaba yo aquella noche de noviembre. Y esperaba que don Gabriel dijera algo. Pero no. Ni una sola palabra. Carlos Fuentes y Tomás Eloy Martínez no entendían lo que pasaba. Les pedí permiso y me dirigí a la mesa. Había que seguir trabajando. Desde entonces no lo he vuelto a ver.

1 Comentarios:

Blogger mafe dijo...

Qué afortunado eres, me encantaría encontrarme con Gabriel García Márquez!

11:27 a.m.  

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