viernes, agosto 19, 2011

Una novela peligrosa


Con algo de suerte aún puedes encontrar en las librerías limeñas la deliciosa novela La presa de Kenzaburo Oé. La leí hace años. Se trata, en todo sentido, de un verdadero descenso al salvajismo. Si gustas, puedes informarte más sobre Oé y esta novela en Relámpagos sobre el agua de Guillermo Niño de Guzmán.
Pero antes, este recomendable artículo de Juan Gabriel Vásquez. En El Espectador.

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"Siempre estará acechándote algún poema peligroso", promete o amenaza Heberto Padilla en, precisamente, un poema peligroso.

Es uno de los muchos versos memorables del raro poeta que fue Padilla, y con él sucede lo que sucede con los grandes versos: uno los recuerda sin que vengan a cuento. Yo lo he recordado en estos días a pesar de que no era un poema lo que me acechaba, sino una novela corta; para el caso es lo mismo, sin embargo, porque la novela estaba ahí, agazapada en los tristes estantes de una librería bogotana, y yo iba caminando desprevenido cuando la novela me saltó al cuello y me devoró durante las dos horas que siguieron y convirtió un día que parecía tranquilo y predecible en una experiencia profundamente perturbadora. Todo lo cual resulta muy apropiado para una novela que se llama La presa y que está llena de esas imágenes capaces de dejarlo a uno mirando por encima del hombro para el resto del día. “El ruido de nuestros pies sobre las piedras”, dice el narrador en algún momento, “engendraba un miedo que nos perseguía”. Vuelva usted a leer esta frase que parece tan sencilla y dese cuenta de que no lo es tanto: está llena de dobleces y de esquinas donde uno puede perderse, de huecos negros donde caerse es posible.
Pero así son las ficciones de Kenzaburo Oé. Uno lo sabe si lo ha leído, y sin embargo siempre se le olvidan a uno los riesgos y siempre lo acaban sorprendiendo esas frases oscuras donde uno se pierde. Yo recuerdo todavía con algo de desasosiego mi primera lectura de Una cuestión personal, una novela que sucede en tres días y que en tres días leí porque no era capaz de soportar más de cierta dosis diaria. En mi edición, Una cuestión personal tenía poco menos de 200 páginas; La presa tiene 114 (incluido un bello prólogo del novelista español Justo Navarro), y en esa distancia reducida Kenzaburo Oé nos cuenta que estamos en plena guerra, que un avión enemigo se ha estrellado en las montañas japonesas, que los aldeanos han tomado al piloto como prisionero de guerra, que ese piloto es un negro imponente cuya sola presencia va a trastocar la vida del pueblo.
Sí, de acuerdo: el escenario podría ser el de un relato bélico como cualquier otro. Pero quien cuenta La presa es un niño, y lo que se cuenta en La presa es una de las cosas más difíciles de contar: el abandono de la niñez, el gran lugar común de la pérdida de la inocencia que resulta tan aburrido cuando se maneja mal y tan duro y doloroso y real cuando lo hace un maestro. Después de que le suceden ciertas cosas (ciertas cosas, claro, de esas que cambian vidas), el niño narrador dice: “Yo ya no formaba parte de la comunidad infantil”. La guerra ha llegado a su pueblo y el niño ya no es el mismo y los lectores comenzamos a intuir que tampoco nosotros saldremos indemnes del contacto con lo sucedido. Hacia el final de la novela el niño narrador se encuentra con un cadáver. “La muerte brutal”, dice, “lo que se lee en la cara de un muerto, unas veces la melancolía y otras el esbozo de una sonrisa, había llegado a resultarme tan familiar como a los adultos de la aldea”.
Ahí está el doblez de nuevo, ahí está el hueco por donde uno se va y se pierde: ahí, en la familiaridad de un niño con la muerte. Un niño que ya no es un niño: un niño que se ha caído por el hueco.

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