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Embarco a Yesenia.
Mi idea es irme a casa, puesto que ando cansado,
pero también siento desde hace unos segundos mucha hambre, un hambre que es más
fuerte que mi voluntad de regresar a casa. El fumar poco me causa repentinos
ataques de hambre.
Alrededor tengo varias alternativas pero
los restaurantes están llenos, cosa que no me sorprende debido a la inclinación
autodestructiva del peruano. Pese a que Chile nos sigue dando una paliza,
seguimos mirando el partido, quizá guardando la esperanza del milagro peruano,
el gol de honor, la diferencia de uno solo, el empate y la hazaña de voltear el
partido.
Pregunto: ¿qué debemos tener en la
cabeza, en el ánimo, en la inteligencia emocional, para abrigar la esperanza de
que le íbamos a ganar a Chile? Pero así somos, somos apegados a las causas
perdidas. Nos olvidamos pues de nuestro campeonato mediocre, de la limitación
de nuestros futbolistas, de la ineficacia de nuestra dirigencia. Ni hablemos de
los vendedores de humo de la prensa deportiva local.
Si iba a comer, quería hacerlo
tranquilo. Leyendo una de las cuatro revistas que acababa de comprarme. Faltaba
poco para que el partido acabara. Entonces regresé a Selecta, en donde había
dejado a Quiñones a cargo de la librería.
Converso un toque con él. Vi la hora y
ya había pasado más de veinte minutos y esta vez sí fui a buscar donde comer algo
y leer. Había estado pensando en varias opciones, pero de estas se hacía más fuerte
la ir a la sanguchería El Chinito.
Para llegar a la sanguchería hay que
bajar por la calle Zepita. En el trayecto me topo con ese lado de la ciudad que
más de uno quisiera conocer, pero que contados se atreven a hacerlo.
Llego a El Chinito.
Pido un pan con chicharrón, más una taza
de café. Para mi buena suerte, porque hay que tener suerte para encontrar una
mesa, mi mesa me da una vista privilegiada de la calle. Ante mis ojos, mientras
espero que me traigan el pedido, observo a las putas y tracas que están siendo
rodeados por hormonales efectivos del serenazgo, lo hacen con el refuerzo de la
caballería motorizada.
Me es imposible, mientras doy cuenta del
primer bocado, no pensar en la película El
planeta de los simios, en aquella escena en la que Charlton Heston y los
demás humanos son perseguidos por simios a caballo. Me acuerdo de la escena
mientras los serenos rodeaban en moto a las putas y tracas.
Más allá del drama que viven estas
mujeres y protomujeres, me es difícil no estar de su parte, porque a fin de
cuentas no le hacen mal a nadie, y si significan un problema, pues son un
problema menor, muy alejado de los problemas mayores que agobian a la ciudad,
problemas mayores que sí necesitan de esos serenos en moto.
Doy cuenta del último bocado y disfruto
de lo que queda de la taza del café.
Pido otro café y sobre la mesa despejada
leo la revista, una de las que compré, específicamente una nota que habla sobre
la ruta del contrabando de cigarrillos en América Latina.
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