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Me paso los domingos durmiendo,
literalmente echado, sea en mi cama o en el sillón.
Leo y veo películas en el cable.
Se supone que este domingo sería normal.
*
Cerca de las diez de la mañana, recibo
una llamada en el celular. Contesté la llamada, con cierta duda porque no tenía
reconocido el número, aunque muchas horas después di con que se trataba de un
número de teléfono público. Como nunca antes he odiado tanto el celular, pero
la culpa fue mía. En primer lugar, no desactivé la alarma y hoy sonó
insistentemente y a duras pena hice que dejara de sonar, pero me olvidé
apagarlo. De paso aproveché en recoger los periódicos, en prepararme una jarra
con agua y en llenar el termo con café.
Volví al sobre, deseando solamente
dormir.
Pero los anhelos quedaron en eso, en
deseos fugaces.
No tuve opción, contesté la llamada a la
vez que me puteaba por haber sido tan huevón de no apagarlo.
Contesto y escucho un respiro pesado. Al
tercer “Aló, buenos días”, puedo identificar una voz que se me hace conocida,
como si ubicara el timbre de voz del pata que me pide que le dé el encuentro en
media hora en el paradero Apolo de la Av. México.
*
En mucho tiempo no sabía nada de El
Tigre.
La última vez que supe de él fue hace
cinco años, en una madrugada que llegaba a casa medio borracho y algo sazonado.
Había estado en Barranco bebiendo con unos poetas extranjeros que habían llegado
para un festival literario, al menos eso era lo que recordaba de esos poetas
argentinos, uruguayos y chilenos que gritaban en pos de la revolución y contra la
globalización capitalista. Como no tenía para pagar la carrera completa del
taxi, el taxista me dejó en el cruce de México con Huánuco, intersección fría,
pero peligrosa, poblada de putas adolescentes y cafichos con verduguillo dentro
de la casaca. Yo, como si las huevas, pese a la borrachera y la sazón, caminaba,
sin altanería, ni forzada mirada de malo, solo con respeto para que me respeten,
mirando a los ojos pero sin barrer, como manda el manual, manual que El Tigre
me enseñó a respetar desde los diez años. Al llegar a Aviación una camioneta se
detuvo frente a mí. De la ventana trasera El Tigre me llamó, se le veía
contento. Hasta ese entonces no lo veía desde hacía unos meses y me preguntó si
tenía tiempo para ir con él y su gente a comer a un restaurante de San Borja.
Como no tenía nada que hacer en las próximas horas, me subí a la camioneta, en
donde El Tigre comenzó a contarme de lo que había estado haciendo en los
últimos meses.
*
Entré a la ducha y me desperecé.
Salí a su encuentro. Algo me decía que
sacara algo de dinero, sentía que aún le debía muchas cosas, cosas que él no
pensaba cobrarme, pero de todas maneras pasé por un Agente del barrio.
Una de las cosas que recuerdo de él es
su puntualidad para los encuentros. Siempre a tiempo, ni un minuto más, ni un
minuto menos. Esa misma minuciosidad también la percibía en sus negocios.
Faltaban cinco minutos para la media
hora y ya me encontraba en el lugar indicado. Prendí un cigarrillo hasta que
llegara. No me fijaba en los taxis ni en los micros, solo aguardaba la
aparición de una camioneta, porque El Tigre siempre aparecía en camioneta,
porque El Tigre siempre, desde que lo conozco, ha tenido una fijación con las
camionetas.
Veo la hora en la pantalla del cel.
Ni una señal de la llegada de una
camioneta.
No pienso en nada, ni siquiera en lo que
él quiere hablar conmigo luego de años.
Cuando El Tigre hace su aparición, no lo
hace desde una camioneta, sino de un destartalado Tico amarillo, de esos que
carecen de placas, de esos que seguramente acaban de ser robados para ser
vendidos en partes en San Jacinto. El tajo que cruza el rostro del conductor
refuerza mis sospechas. El Tigre baja sin antes darle unas palmadas en el
hombro al pata que conduce el Tico amarillo destartalado.
El Tigre no parecía El Tigre.
Se me acercó, disimulando el rengueo. Y
me abrazó muy fuerte.
Había salido el sol y llevaba una casaca
marrón de cuero, que la tenía cerrada hasta la barbilla. El anhelo de su
respiración lo notaba no en su nariz ni en su boca, sino en su pecho, como si
estuviera conteniendo una mezcla de sensaciones.
No era necesario preguntarle qué había
pasado, indefectiblemente algo le había pasado.
Si me había llamado era porque
necesitaba de mi ayuda. Era el tiempo de corresponderle toda la ayuda que en
algún tiempo me brindó, de olvidarme de su eterna frase que venía sintiendo
desde hace más de quince años, “G, eres el tipo más resguardado de Lima,
cualquier cosa, hermano, cualquier cojudez, me llamas o me buscas donde ya
sabes”. Frase que siempre supuse como una fanfarronada, pero que tampoco tomaba
a la ligera porque sabía lo que El Tigre era capaz de hacer con tal de proteger
y cuidar, primero a los suyos, y luego a sus amigos que consideraba como si
fuera su familia.
Me pidió que lo ayude.
Me llevé la mano al bolsillo trasero del
jean para sacar la billetera. Pero me hizo una seña, puesto que dinero no era
lo que necesitaba. No me llamó para pedirme dinero.
Sin duda, algo muy jodido le tuvo que
pasar en las últimas horas. Tan jodido que ha tenido que pegarme una llamada, a
mí, a alguien que no conoce sus códigos.
Me alcanzó un papelito con varios
números e hice las llamadas. En realidad, hice cuatro llamadas. Llamé a su
mujer, a su madre y a su hijo mayor que tiene mi edad. Pues bien, en la cuarta
llamada, un sujeto de voz ronca, como si sufriera de un cáncer en la garganta,
me dijo que estuvieron toda la madrugada tratando de ubicar al Tigre y me
preguntó dónde estábamos para recogerlo de una vez. El Tigre me hizo una seña,
que lo recogieran en una hora en el local de Doña Lucha, “en una hora”.
Una hora me pareció demasiado tiempo
para alguien que sin duda ocultaba posiblemente una herida en el pecho. En sus
ojos se patentizaba el sentimiento de la venganza inmediata. Ahora, lo que
siempre he admirado de él es su capacidad para saber administrar sus odios. Lo
que él hace no lo puede hacer cualquiera, para hacer lo que hace se requiere de
un cierto estado mental, de una armonía cerebral. La posible herida, el dolor
que le causaba, era lo de menos.
Imagino que lo que buscaba de mí era mi
tiempo, el tiempo para despejar su mente.
Me preguntó si quería desayunar. Le
mentí diciéndole que ya había desayunado pero que igual lo podía acompañar.
Se le antojaba pan con chicharrón.
Le propuse ir a La Rocca, en Santa
Catalina.
Me puse en la esquina para parar un
taxi, mientras discutía la carrera con un pata que conducía un Station Wagon
blanco, me percaté de que los policías de la comisaría de Apolo saludaban al
Tigre. Uno de ellos, quizá el de mayor rango se le acercó y lo abrazó de la
misma manera que El Tigre a mí. “No pasa nada. No pasa nada. Otro día quedamos”,
le dijo al policía mientras caminaba hacia el Station Wagon.
Llegamos a La Rocca.
El Tigre pidió tres panes gigantes con
chicharrón, más una Coca Cola helada. Por mi parte, pedí jugo de granadilla con
mandarina y un café del día.
En el curso de media hora hablamos de
todo. En realidad, yo le hablé de todo lo que estaba haciendo. El Tigre asentía
y de cuando en cuando me preguntaba si “estaba pasando algo”, pregunta que
nunca ha dejado de hacerme cada vez que nos encontramos, a lo que le respondía
negativamente, porque no está pasando nada, absolutamente nada.
Cuando estaba por terminar su tercer pan
gigante con chicharrón, El Tigre se desconcentró. Ingresaron a La Rocca un par
de mujeres, cuyos portentosos culos bien formados en gimnasios resaltaban
gracias a las licras que usaban. El Tigre se quedó mirando a la más alta, a la
del cabello azabache.
La llamaba con la mirada. Puso su pan
gigante con chicharrón en el platito.
La miraba con deseo, tal deseo que al
cabo de medio minuto obtuvo su recompensa. La mujer alta de cabello azabache se
dio cuenta de que alguien la miraba con deseo luciferino, como si percibiera el
aroma del sexo salvaje cerca. Ella, como apreciando la decoración setentera de
La Rocca, cruzó miradas con El Tigre.
Bastaron dos segundos para pactar un
encuentro en la misma Rocca, el siguiente domingo y a la misma hora, pero ahora
con el detalle de que esta vez ella vendría sola y él en otras condiciones,
obviamente, sin esa huevada que le hacía tener cerrada la casaca hasta la
barbilla, y en pleno sol. Las mujeres se retiraron del café. Y El Tigre volvió
a lo que quedaba de su pan gigante con chicharrón.
Pagué la cuenta y nos retiramos del
lugar.
El Tigre tomaría un taxi rumbo al local
de Doña Lucha. Le di veinte soles para el taxi y le compré en la farmacia de la
esquina una botella grande alcohol y una bolsa, también grande, de algodón.
Se despidió con el abrazo más fuerte que
haya sentido de todos los abrazos que me ha dado desde que nos conocemos.
Antes de tomar un taxi de regreso a casa,
caminé un par de cuadras, pensando y fumando.
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