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Aunque no se trate de la mejor novela
peruana del 2014, se trata pues de una de las más llamativas que he leído este
año, año que deberíamos catalogar de generoso, tan generoso que nos ha
permitido acceder a una apreciable novela menor, que bien pudo ser buena, sin
duda.
Sin embargo, la lectura de El hombre de Pompeya (Dedo Crítico
Editores, 2014) de Carlos García Miranda, me genera más de una pregunta,
llámale también inquietud, no solo en relación a esta novela póstuma, sino
también hasta qué punto el circuito literario local es capaz de ningunear a un
autor, un circuito por demás podrido, tan podrido que su ninguneo no obedece a
una carencia de talento del autor ninguneado.
De hecho, más de uno me dirá que el
desaparecido profesor y narrador García Miranda no era un ninguneado. Hablamos
de un narrador con varios premios en su haber, de un literato exigente y
recordado precisamente por su exigencia. Pero ese reconocimiento a duras penas
pasaba el circuito académico o los pasadizos de la Facultad de Letras de San
Marcos.
Me recuerdo muy joven leyendo el primer
libro del autor, el cuentario Cuarto
desnudo. Después de algunos años leí su novela Las puertas. Aunque la poética del autor no sintonizaba con mis
gustos, ello no impedía en ubicarlo muy por encima de varios de sus compañeros
generacionales. Estaba ante una poética que se estaba construyendo, al punto
que bien podría calificarla como una antecesora de lo que a mediados del
decenios anterior fue la narrativa metaliteraria escrita en Perú.
Sabía que se trataba de uno de los
narradores peruanos de mayor proyección, pero la realidad me demostraba que su
grado de influencia era muy limitado, injustamente limitado, para ser más
preciso. Bien sabemos que entre nosotros, la referencialidad literaria no se
consigue con buenos o interesantes libros, para nada. Si un autor quiere
hacerse conocido como escritor y anhela que sus libros sean leídos más allá de
su familia y amigos, tiene que entrar en un sincopado baile de loas a
escritores mayores, a practicar el sobadismo a cuanto periodista cultural se le
cruce por el camino y al derroche de saludos para con los narradores de moda,
así hayan leído o no sus libros.
Nuestro autor no fue partícipe de estas
prácticas, pero con esto no quiero decir que haya sido un autor independiente
en cuanto a opinión. Se sabía talentoso, pero cayó en el mismo discurso de los
que reclaman una mayor atención para su obra: la malhabladuría. Pues bien, debo
decir que yo fui, durante un tiempo, blanco de sus invectivas. A mí sus
invectivas (y él) me tenían sin cuidado y lamento no haberlo conocido en esa
otra dimensión en la que sí lo conocieron sus alumnos; lamento, sí, haberlo
conocido en fiestas y reuniones de amigos en las que circulaban innumerables
cajas de cervezas.
¿Por qué cuento estas cosas? No, no se
trata de un ajuste de cuentas de mi parte. Líneas arriba dije que la lectura de
esta novela me dejó varias inquietudes. Obviamente, sé de las diferencias que
debemos tener sobre el autor y el narrador, en lo letal que pueden ser las
cosas cuando confundimos las instancias. Sin embargo, de vez en cuando es bueno
permitirnos algunas licencias.
Bajo esta licencia podemos entender a su
protagonista Adrián Garcilaso. Y bajo esta licencia llegamos al punto más bajo
de la novela que nos reúne, que no es más que el abierto ajuste de cuentas de
su autor. En muchos tramos de la novela, nos topamos con no pocos personajes
reconocibles del circuito literario local. Lógicamente, esta práctica no es
nada nueva, al respecto tenemos suculentos antecedentes en la narrativa peruana
contemporánea. Sin embargo, estos personajes reconocibles son configurados con
el odio más ramplón, el autor hace gala de un mal gusto, aberrante por momentos,
cuando lo ideal hubiese sido que los ridiculice por medio del humor, la ironía
y el doble sentido, no apelando al rencor producto del chismecillo de esquina,
ese rencor que socaba la verosimilitud del ambiente en que se mueve Garcilaso,
rencor que nos distrae de los evidentes logros de la novela, logros que nos
entregan a un García Miranda recargado, alejado de las sinuosidades y alegorías
de sus dos primeras publicaciones, tan recargado que nos hace atractiva una
historia compleja que en otras manos sería un asegurado fiasco.
No hay duda de que a la novela le hizo
falta una revisión final del autor, pero ello no la desmerece en ningún
sentido. Como bien señalé, se trata de una novela que pudo ser buena, que se
lee con mucho placer. Ahora, mientras la leía, me resultaba imposible no
enlazarla con posibles novelas que la hayan nutrido. La búsqueda fue ardua pero
gustosa, García Miranda fundió muchos registros, sea el registro histórico,
metaliterario y vitalista, además, los guiños a autores resultan eclécticos y
lo hace sin pedantería intelectual ni libresca, tal y como le corresponden a
los narradores de oficio. Si tuviéramos que hermanar El hombre de Pompeya, buscaría rasgos, intenciones y fuentes en El club Dumas de Arturo Pérez-Reverte y
en Poderes secretos de Miguel
Gutiérrez.
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