157
En la tarde tuve que hacer un par de
gestiones en el mismo centro de la jungla de cemento. Una de ellas era una
gestión para mi mujer y la otra la debía hacer con mi padre.
Salí de la librería en el momento que
tenía que salir, cuando más necesitaba despejar mi mente puesto que debía
definir los pasos a seguir en los próximos días, como el pasar a Word mis
apuntes de la novela El plantador de
tabaco de John Barth y en pensar cómo sería la dinámica del conversatorio
que sostendré con Marco García Falcón el día miércoles en la librería
Communitas, en donde hablaremos de su muy buena novela Un olvidado asombro y de la narrativa peruana última.
Había quedado en encontrarme con mi
padre en la puerta del Reniec, para de allí enrumbar a las gestiones que
requerían de su conocimiento y, muy en especial, de su paciencia. Mi padre ha
trabajado muchos años en el Centro Histórico y por esa razón es que tiene
muchos amigos por allí. Cuando me encontré con él, él se encontraba hablando
con un ex colega, el bajito y gracioso Ampuero, que me reconoció a medida que
me iba acercando, y que no dudó en abrazarme fuerte, sintiéndome mal porque en
tantos años de conocerlo nunca se me ha ocurrido preguntarle, ni a mi papá, por
su nombre, porque siempre lo he llamado por su apellido.
Me di cuenta de que estaba
interrumpiendo una conversa de dos amigos, además, no tenía ningún apuro en las
gestiones, pese a que las debía de realizar antes de las seis de la tarde. Mi
padre me preguntó si lo podía esperar o en todo caso acompañar a comer una
ensalada de frutas. Le dije que lo esperaría cerca de la puerta del Reniec. Y
así fue, vi a los dos amigos que ingresaban a una de las galerías en donde comerían
su ensalada de frutas.
Por mi parte, me dediqué a fumar y a
pensar en Barth y en García Falcón.
De la reseña de El plantador de tabaco tenía en claro las ideas centrales de mis
apuntes y de la novela García Falcón tenía la certeza de que se trataba de una
novela de la putamadre, que le hace muchísimo bien a la narrativa peruana
última. Mi problema sobre el conversatorio giraba en el tono que emplearía al
hablar de la narrativa peruana última, que se ha convertido en un terreno muy
sensible, difícil de tocar debido a la fragilidad de los egos colosales de sus
protagonistas. Al respecto, sé quiénes son los quedan de la década anterior y
quiénes son los que proyectan en lo que va en este decenio y sé también que
muchos se resisten a desaparecer, puesto que no aceptan su condición de almas
que penan.
Entonces pensé en estrategias.
Repasé al vuelo algunas.
Y tuve una repentina iluminación: Vila-Matas
escribe de sus viajes antes de realizarlos, entonces me tomaré la libertad de
escribir una crónica del conversatorio antes de realizarse, puesto que de esta
manera podría no solo ordenar mis conceptos, sino también aligerar el peso de
una furia innecesaria, en saberme tranquilo porque jamás he sido partícipe de
la Otra Literatura que ha acribillado a potenciales narradores, que terminaron
renunciando, claudicando, del oficio narrativo en pos del autobombo, del
relacionismo.
Así es, llegando a casa me pondría a
escribir una crónica sobre lo que será el conversatorio.
Pues bien, muy cerca de la puerta del
Reniec veo a un considerable grupo de personas reunidas.
Me acerco a ver qué es lo que ocurre.
Las personas reunidas contemplan a siete
perritos chuscos, cuya ternura quiebran hasta el más recio de los presentes.
Detrás de los siete perritos un par de chibolos alientan a las personas a
adoptarlos.
Este par de chibolos dirigen un albergue
en San Juan de Lurigancho, en donde cuidan a los perros que rescatan de las
calles, en donde los vacunan y desparasitan para darlos en adopción. Minutos
después mi padre me contó que ese par de chibolos han sido amenazados de muerte
por los sujetos que, dos cuadras más arriba en dirección hacia el Congreso,
venden perritos y toda clase de animales domésticos, sujetos que ven en ese par
de chibolos una amenaza a sus intereses comerciales.
Llamé a mi madre y le pregunté si quería
un perrito. Mi madre me dice que le gustaría, pero que por el momento tiene
suficiente con Silvestre y Gringo, mis gatos salvajes rescatados del parque, a
los que quiero tanto que no me he atrevido a esterilizarlos, ni siquiera caparlos.
Mi padre me da el encuentro, lo veo muy
feliz, seguramente por la espectacular ensalada de frutas que acaba de comer
con su amigo Ampuero. Mi padre me dice también que en casa tienen suficiente
con Silvestre y Gringo, pero que hablará con mi mamá para llevarnos uno de sus
perritos que nos miran con ternura, quizá la próxima semana.
Nos retiramos mientras escuchamos los
aplausos de las personas puesto que una señora y su hija acaban de adoptar un
perrito.
0 Comentarios:
Publicar un comentario
Suscribirse a Comentarios de la entrada [Atom]
<< Página Principal