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Me despido de Yesenia. Me quedo un rato
parado, memorizando la placa del taxi. Bueno, siempre memorizo las placas de
los taxis, que a fin de cuentas resulta una buena costumbre.
Camino hacia Alfonso Ugarte, en donde
esperaré el bus que me lleve a casa, aunque también barajo la idea de tomar un taxi.
El paradero está relativamente poblado y
en mi mochila tengo no pocos (inesperados) libros que me han regalado el día de
hoy. Así que me pego a la pared, en la pared de una farmacia, farmacia
flanqueada por telitos de veinte soles.
Fumo tranquilo mientras pienso en Enemy, la película de Villeneuve que
volví a ver ayer y de la que en su momento escribí para Cinépata. Es que ver
otra vez una película es como la relectura y desde hace buen tiempo estoy
viendo películas que he visto hacía muchísimo tiempo. En esas estoy, pensando
en Enemy o quizá pensando sin pensar
en Mélanie Laurent.
Como sea.
Sigo fumando pero ahora siento varias
miradas, como si me estuvieran estudiando. Entonces respondo a las miradas de
esos huevones, huevones que no son choros, pero no por ello menos peligrosos.
Caigo en la cuenta de que son cafichos, entonces me dedico a acabar en calma el
cigarro y me percato de que a ambos lados de mí, a medio metro de cada lado,
están dos putas que se me van pegando, cada vez más, como esperando que mi
presencia les brinde algo de seguridad.
Las cosas no se ponen nada bien. Lo
lógico sería que me aleje, que espere mi bus donde debería esperarlo y no
pegado en la pared de la farmacia. Debo tener cuidado con estas bestias, porque
sé por qué me miran así. Si las putas se me pegan es porque se están aferrando
a la primera persona que las pueda librar de una paliza, quizá debido a que se
hayan quedado más tiempo del normal con un cliente o porque no hayan cumplido
con el porcentaje que deben darles por servicio. Lo pienso bien, lo inteligente
es no hacerse problemas y abrirse, pero como soy bastante bruto, irracional
hasta el cansancio, decido quedarme y miro a ese par de cafichos, que esperan
el momento para saltar sobre el que piensan es el nuevo caficho de sus mujeres.
Pues noto en su mirada la calentura del orgullo magullado, humillado.
Siento el roce de los codos de las putas
en mis brazos. La de mi izquierda no debe tener más de 25 años y la otra es
menor de edad, al ojo.
Los cafichos se disponen a avanzar hacia
mí. Y no demoro en meter mis manos en los bolsillos de mi casaca. Los cafichos
se detienen, conocen ese movimiento de manos, que en más de una noche de chelas
han escuchado, porque hay que tener cuidado cuando hacen “eso” con las manos.
Pero esa determinación solo les dura algunos segundos. Ahora me miran con más
tirria que segundos antes y vienen dispuestos a chavetearme.
No pienso en agredirlos, sino en cómo
defenderme.
Pero bueno, la buena estrella siempre
está de mi lado.
Desde la Plaza Dos Mayo llegan cuatro
camionetas de serenazgo, tres mujeres policías en moto y un patrullero, que
empiezan a peinar toda la zona, lo que origina que las putas, tracas y cafichos
desaparezcan de la escena. Las dos putas que me flanqueaban se van corriendo y
los dos cafichos que se me acercaban se van corriendo como ratas, al punto que
uno de ellos se tropieza con un metálico tacho de basura, dejando al pobre
tacho con una marca de rodilla destrozaba en el centro.
Prendo otro cigarro, pero lo apago y voy
por una botella de agua mineral sin gas.
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