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Anoche, para regresar a casa, tuve que
hacer una caminata inesperada, motivada por la cantidad de personas que
invadieron las calles del Centro Histórico, con el único objetivo de ver al
Señor de los Milagros.
No había taxis a la vista.
Los conductores de autos particulares
estaban enfrascados en edificantes
intercambios verbales. Además, podía ver el cuello de botella que formaban los
buses de transporte público en Alfonso Ugarte.
No había que ser un dotado de la
deducción. Las cosas no se pintaban nada bien, puesto que me urgía llegar a
casa, pero lo pensé bien. Lo que podía hacer en una hora, bien lo podía avanzar
entrada la madrugada.
Me dediqué a caminar, despacio,
despreocupado.
Ingresé al universo morado.
El sudor de las personas que trataban de
encontrar la mejor posición para ver el paso del Señor, el fuerte aroma de los
anticuchos y pancitas, que en carretillas invaden hasta posesionarse de la Avenida
Wilson. Los vendedores de algodones y globos luchando con los agentes del orden
que se sienten menos y ninguneados por una fuerza fervorosa que los deja a la
nada. Claro, tampoco faltan los hormonales que aprovechan el forzoso calor
humano, caminando detrás de las mujeres que hacen gala de apetecibles culos,
sean naturales, trabajados en gimnasios o en el quirófano.
A medida que camino, miro sin mirar los
rostros de las personas. Percibo en sus rostros la esperanza, el milagro que
les tiene que cumplir el llamado Señor. Esos rostros no son solo de hombres y
mujeres de las clases menos beneficiadas, como erróneamente suele suponerse. A
diferencia de años anteriores, ahora percibo muchas más personas, ahora me
cuesta sortearlas, el aroma de la comida no me permite respirar bien.
Decido bajar por Uruguay. En este punto
soy un hombre que no piensa y que solo se deja llevar por sus instintos. Camino
y soy testigo de la fe religiosa que motiva la ocasión. Putas y tracas pegadas
a las paredes que también exhiben su cintillo morado. Y me permito fumar,
porque recién me permito fumar, pero tropiezo, con algo, pero alargo el pie
para no caer de rostro. Aunque no me he encorvado tanto, será muy difícil que
pueda olvidar la cabeza de la alpaca que tenía ante mí, temiendo que vaya a
escupirme. Pero la alpaca fue buena, solo me miró. Eran dos alpacas, también
dos llamas y una vicuña, que llamaban la atención de los niños que les pedían a
sus padres tomarse algunas fotos con esos bellos auquénidos explotados.
Una cuadra más abajo, supe que había
sido una estupidez optar por ese camino, quizá llevado por la costumbre. Iba a
tener que caminar más de la cuenta para salir de las cientos de miles de
personas que esperaban el paso de la efigie.
Pero me detuve, en medio de la bulla y
de los sonidos de los vendedores de música pirata. Escuchaba las teclas de un
piano, sonidillo que me lleva a uno de los mejores inicios que haya escuchado
de una canción, entonces me detengo y me ubico en dirección al sonidillo que se
abre paso entre los sonidos de las otras canciones y de la bulla. Aunque “The
Year of the Cat” de Al Stewart es muy larga, no niego que sus segundos iniciales
no dejan de paralizarme sin importar el momento y lugar.
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