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Anoche, mientras terminaba de leer un
buen libro que había aplazado durante años, La
infancia perdida y otros ensayos de Graham Greene, me animé a ir a la
turronería de la que un pata me pasó el dato, en la tarde, con mucho
entusiasmo. Pero antes debía acabar la lectura, que me devolvió a una época en
la que se me dio por leer exclusivamente a los británicos, en esos meses febriles
de lectura automática.
En un papel mi amigo apuntó las referencias
de la turronería. Debía subir por Tacna hasta Las Nazarenas, doblar a la izquierda
y caminar sesenta metros. Había pues una minuciosidad en la descripción, su hipocondría
se hacía presente en la manera como explicaba la dirección. Más de una vez he
sido testigo de lo involuntariamente insoportable que puede ser con los demás,
en especial con aquellos que recién lo conocen. Felizmente, no me afecta ni me
molesta su hipocondría, hasta podría decir que me agrada ese apego desmedido
por las cosas.
No lo veía en muchos meses, la última
vez que conversamos, le di mi opinión de un relato suyo, el cual no me pareció
del todo logrado debido al uso desmedido que hacía de las descripciones, era
presa de una digresión que se extendía en páginas enteras, pero claro, la
digresión no era el problema (hay que ser una bestia para estar en contra de
las digresiones), sino su falta de administración interna. Cuando le di mi opinión
de su relato, de más de treinta páginas, le recomendé que leyera a Proust y
Foster Wallace. Estaba seguro de su parcial conocimiento del francés, mas no
sabía si había leído o no a Foster Wallace.
Efectivamente, le gustaba mucho Proust,
su escritor favorito, pese a que todavía le faltaban tres libros para completar
A la busca del tiempo perdido. De
Foster Wallace había escuchado cosas sueltas, pero tomó a bien mis sugerencias.
Lo leería en los próximos días.
Y lo leyó en los próximos días, según
supe en un mail.
Y ayer cuando lo vi, estaba igual de
hipocondriaco, pero distinto en su manera de vestir y algo más ancho, como si
hubiese estado en maratónicas sesiones en el gimnasio. Su hablar era pausado,
como si pensara al milímetro cada frase. Cuando le pregunté qué había sido de
su vida en estos últimos meses, me respondió que había estado consagrado a la
lectura de absolutamente todos los libros de Foster Wallace y de todos los
libros que este leía. Esa respuesta corroboró mis sospechas y me dije que estuvo
bien no haberle hecho el comentario burlón ni bien lo vi entrar a la librería,
puesto que llamó mi atención la pañoleta que tenía en la cabeza.
No era necesario que levantara la cabeza
a medida que llegaba a la turronería, me bastaba con seguir cada uno de los
detalles que había escrito en la hoja rayada que le pasé cuando le pedí las
referencias de la turronería.
Llegué a la turronería y compré cuatro
kilos.
Sin exagerar, se trataba de uno de los
mejores que he probado en años, tal y como lo pude comprobar horas después. De
paso, me preocupé y llamé a mi amigo, quizá para hablarle de los peligros de la
influencia, o mejor dicho, para evitar un posible suicidio que me tuviera como
un bienintencionado responsable. Pero no, mi amigo se encontraba bien, bajo la
influencia, sí, pero sin fines autodestructivos. Según él, estaba programando
los puntos que abordaría en un ensayo sobre las matemáticas.
1 Comentarios:
Jajaja, buena nota. Creo que hablas de la turronería 'Isabel'. Una de las mejores.
Saludos,
ETC
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