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Ayer hacía mi trayecto natural en El
Metropolitano, con la idea de bajarme en el paradero de Lampa. Pero no me había
percatado de que la Ruta C solo llegaría hasta la Estación Central, debido al
paso del Señor de los Milagros. Recién me di cuenta de ello cuando el bus se
iba quedando vacío.
Guardé la revista que leía y salí del
bus. Podía aprovechar y tomar el bus de la Ruta B, pero decidí caminar a la librería,
de paso compraba un café y un alfajor en Balthasar.
Caminaba despacio, no quería ser parte
del apuro colectivo. No hay nada que deteste más que estar apurado. Miraba las
tiendas de servicio, a las mujeres que pasaban por mi lado, todas con un tenue
brillo de sudor en la frente. Por un momento pensé en no ir a trabajar y
regresar a mi casa y disponerme a ver por tercera vez la primera temporada de True Detective.
Prendí mi celular para llamar al señor
Quiñones y pedirle que abra la librería. La decisión estaba prácticamente
tomada, pero no la concreté, debido a una voz risueña que llamó mi atención,
una voz risueña que repetía frenéticamente lo siguiente: “Cuentos, vendo
cuentos, cuentos para el alma, vendo cuentos, llévate un lindo cuento. Cuentos,
cuentos, cuentos y más cuentos”.
Me detuve y busqué al dueño de esa voz.
Esa voz no alteraba su festiva intensidad,
mantenía su fuerza sonora y la frase no se veía traicionada por el cansancio.
Pensé en seguir con mi decisión, pero
también quería cerciorarme si era verdad lo que estaba escuchando, si esa voz
era real o solo producto de alguna alteración perceptiva.
Después de algunos minutos, encontré al
responsable de la frase.
El pata estaba relativamente cerca de
mí, pero no lo había visto a razón de un detalle superior, digamos que
celestial. El pata estaba ubicado debajo de una baner de Ésika, en donde se
mostraba en todo su esplendor la belleza de Jennifer Connelly, sonriente y con
el mismo y tenue brillo de sudor en la frente que todas las mujeres que
transitan por la Estación Central del Metropolitano.
Claro, mientras buscaba al dueño de esa
voz, había visto el baner de la Connelly y era entendible que ella opacara todo
lo que la rodeara. Me acerqué donde el patita.
Vestía de manera muy sencilla. Zapatos
negros bien lustrados, pantalón marrón, cafarena verde oscura que le llegaba
hasta la mitad del mentón. Usaba también una gorra negra y la visera cubría la
mitad de su frente, y para redondearla: lentes oscuros de montura dorada.
“Cuentos, amigo, cuentos. Llévate un
lindo cuento para leer”, me dijo ni bien me ubiqué a un metro de él.
Los cuentos los vendía en hojas sueltas.
“¿Cuánto cuestan los cuentos? ¿Tú los
escribes?”, pregunté.
“Yo los escribo. Sí. Yo los escribo.
Cuestan tu voluntad, amigo, tu voluntad. Llévate un lindo cuento para leer”.
No tenía mucho sencillo, solo tres soles
y un par de billetes duros.
Le di los tres soles y me alcanzó las
hojas que tenía en las manos. Ocho hojas. Las cogí y me dispuse a meterlas en
mi mochila.
Al abrir el cierre de mi mochila, una de
las hojas se desprende de mis dedos.
El patita se agacha para recoger la hoja
y ese movimiento hizo que la cafarena se le corriera hasta el cuello.
No hacía falta que moviera la cabeza,
desde mi posición se notaba la cicatriz que cruzaba la piel quemada de su
rostro.
Me entregó la hoja y sonriéndome me dijo
que por eso se pone la cafarena hasta más arriba del mentón.
“Nadie me compra mis cuentos por estas
marcas que tengo en la cara. Algunas hembritas, las más feas, se asustan al
verme, creen que vendo libros de terror”, dijo.
“Bueno, nunca falta gente idiota”, dije.
“Y hace unos días un huevón me dijo Freddy
Krueger”.
“Son palomilladas. No hagas caso”.
“No hago caso, me río. Si supieras las
hembras que he tenido con este cacharro. Si supieras”.
“¿Y siempre estás por aquí?”, pregunto.
“No siempre, pero llevo acá una semana.
A veces sale, a veces no. La gente no quiere comprar cuentos, ¿sabías, no?”
Mentí:
“No, no lo sabía”.
“Yo pa´delante nomás. Vendo mis cuentos.
Reúno para mi menú y me busco una cabina para seguir escribiendo más cuentos”.
“Eso me parece muy bien. Hay que
producir”.
“Empezó floja la mañana, pero va a
cambiar, sí que sí, va a cambiar”.
“Mira, estimado, te doy una sugerencia.
No te pongas aquí, debajo de la Connelly. Paso por aquí y tú serías lo último
que vería”.
Le señalo el baner que está detrás de
él.
El pata mira a Jennifer Connelly.
Y sigue mirando a la Connelly.
Se queda más tiempo del debido,
contemplando la belleza de aquella actriz que pudo ser una de las más grandes
actrices en la historia del cine.
No podía quedarme más tiempo, aunque me
hubiese gustado. Pensé en despedirme, pero no quise interrumpir su trance
contemplativo.
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