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Me considero fiel en pocos aspectos de
la vida. Entre esos pocos aspectos, le soy fiel a la comida de mi madre.
Pienso que es un milagro que no sea
gordo con lo bien que como todos los días. Así es, se trata de un milagro,
aunque algunas personas me dicen que no se nota mi gordura precisamente gracias
a mi talla. Si no fuera alto, sería un rechoncho, de esos que veo casi todos
los días, descuidados y malalimentados.
Rara vez como en la calle, desde hace
tiempo no almuerzo ni ceno en restaurantes, y cuando lo hago, no niego que me
embarga un sentimiento de extrañeza que me lleva a tener mucho cuidado en cada
bocado, pensando más de la cuenta en los componentes que se hayan usado en la
preparación. Por eso, no me importa el peso, sea ligero o no, y llevo mi termo
de comida. Además, a mi madre le gusta y le hace feliz que consuma lo que me
prepara con tanto cariño y amor.
Por ejemplo, el almuerzo de hoy, uno
sencillo, pero no menos delicioso: yuquitas rellenas con ají y queso,
acompañadas de porción arroz y una salsa en base a tomate, cebollas y lechugas
con limón, sí, mucho limón, puesto que tengo una debilidad con el limón.
A eso de las 2 y 30 de la tarde, tomé
asiento y desde mi stand en la Feria del Libro Ricardo Palma, me puse a
almorzar, tranquilo, aprovechando la ausencia de personas que al igual que yo,
también estaban almorzando, pero almorzando algo no tan rico como lo que yo sí
estaba almorzando. Comí despacio, escuchado a Montgomery en Spotify.
Tal y como suelo hacer al terminar de
almorzar, prendí un cigarrito. Pensaba en los próximos textos que escribiría,
en si valía la pena o no dedicarle tiempo a gente ruin que se pinta de decente,
en especial esos supuestos editores que a la primera distracción ya se llevan
tu billetera, pero lo pienso bien, aún con el placer que me sigue generando el
almuerzo, y llego a la conclusión de que estos supuestos editores tienen lo que
se merecen, y desde hace rato, así se pinten de decentes, esforzados y leídos.
En esas estaba, pensando en ese supuesto
editor carterista, en su vocación de mascota, cuando llega a Selecta un
estupendo editor de poesía, de esos ante los que bien haríamos en sacarnos el
sombrero, responsable, junto a otro editor, del que quizá sea uno de los
mayores proyectos de edición de poesía de los últimos años, de esos proyectos
que no podríamos creer en teoría y que se justifican en la práctica, en la
realidad de su hechura que nos reconcilia con lo que en verdad debe
interesarnos de la literatura: la comunión del libro con el lector.
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