domingo, noviembre 30, 2014

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No sé si algún día tenga hijos, pero sí tengo una sobrina, Gianella, que desde el viernes se encuentra internada en la clínica debido a un golpe en la cabeza. A lo mejor sufrió ese golpe mientras entrenaba en el colegio. Gianella, aparte de bonita, inteligente y sensible, es una potencial deportista, no se conforma con la ventaja de su talla sobre los demás, muy alta para su edad. Solo espero que no le pasé lo que a mí, que a los catorce dejé de crecer, pero falta, falta para que llegue a los catorce. 
Le pregunto a Gianella cómo está y ella me dice que se encuentra mejor, pero que podría estar mejor si la saco de la clínica y la llevo a La Punta a almorzar y que hagamos el mismo recorrido de la última vez, ese recorrido que empezó en Chorrillos, con un taxista que por primera vez en su vida hacía una carrera a La Punta, algo de lo que recién pude darme cuenta al ver las calles bravas del Callao por donde según él cortaría camino, hecho que motivó a que me ponga en alerta ante una posible trampa. Abrí mi libreta de apuntes y en una de sus páginas le escribí a Gianella que tuviera cuidado, que probablemente vayamos a tener que salir del taxi. 
Durante algunos minutos nuestro taxi era el único en esas calles bravas. Solo veíamos a ciertos parroquianos sentados en los bordes de las veredas, desperezándose de lo realizado horas antes. Por los parroquianos no tenía problema alguno, no porque me les fuera a enfrentar, sino porque tengo conocidos en el Callao. Mi preocupación era lo que pudiera hacer el taxista, que para colmo, había bajado la velocidad. 
A nuestro lado izquierdo, y a media cuadra, el mar y algunas viviendas de esteras. 
El auto se detuvo. 
El taxista volteó.
Y yo listo, acomodándome rápido, para la pata en el mentón.
“Jefe, creo que me he perdido. Nunca he ido a La Punta, solo seguía los letreros que decían Callao”.
A veces las estupideces me causan ternura.
Le dije que no se preocupara. 
El taxista prendió el auto. Desde mi ventana saludaba con la mirada a algunos parroquianos. Uno de ellos se había puesto de pie, acercándose para ver si había algún problema, pero con un movimiento de mano le dije que no. El parroquiano volvió a su vereda. 
Le indiqué al taxista el camino que todo taxista pensante debía tomar para llegar a La Punta.

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