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Hace unas horas participé de un
conversatorio sobre narrativa peruana contemporánea en la universidad Federico
Villarreal.
Llegué a buena hora, con veinte minutos
de antelación y aproveché en leer un libro sobre cine de Javier Marías, Donde todo ha sucedido, que vengo avanzando
a buen ritmo, de la que pienso hacer una lectura lenta. En mucho tiempo que no
me gustaba tanto un libro sobre cine, pero desde el punto de vista de un
escritor, es decir, desde la verdad emocional, que como tal no tiene que ser
banal, como piensa más de un críptico perdido que habla pensando en cómo sonar
más interesante.
La charla comenzó cerca de las cinco y
treinta. El editor Armando Alzamora demoraba en llegar y me adelanté en brindar
algunas opiniones sobre lo que es la narrativa peruana contemporánea. Digamos
que hablé de lo que ha sido desde 1980 hasta nuestros días, de los libros que
me gustaron más, de cómo algunos autores terminaron perdiéndose en una realidad
distinta de la que prometían.
Fue una hora y media muy provechosa.
Armando y yo dijimos cosas muy picantes, que espero no genere el resentimiento
de los autores aludidos, porque no tendrían por qué resentirse, no hablo de
ellos, solo de sus libros, ejerciendo en buena onda mi ajuste de cuentas de
lector.
Lo siento, me cuesta ser parte de la
farsa en que se ha convertido la narrativa peruana hoy en día. Es cierto, este
ha sido un buen año, pero tampoco es para canonizarlo en el imaginario, mucho
menos para enmarcarlo en nuestra memoria egocéntrica. Lo que sí espero es que
este buen año pueda extender su aliento en el próximo, recién entonces
podríamos hablar de un buen momento.
No hay que huevearse con los chispazos.
Terminada la reunión, regresé a Selecta.
Caminé despacio, viendo los rostros de las personas, rostros que exhibían una
luminosa sudoración, a lo mejor por la expectativa y la preocupación que anuncian
las fiestas de fin de año. Me detuve un momento hasta acabar mi cigarro, el
primero luego de cuatro horas.
Una vez en Selecta, hice lo que tenía
que hacer: desaparecí las seis cajas de libros que quedaban de la Ricardo
Palma.
Cuando se suponía que debía irme, me
quedé un rato más, escuchando a los T Rex y leyendo, en realidad, releyendo
pasajes de El mago de Viena de Pitol.
Qué bien me hace leer los ensayos de Pitol un viernes en la noche, un viernes
que por momentos se hizo interminable y sumamente cansador.
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