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En las próximas horas terminaré de leer
el excelente perfil de Mariana Enríquez sobre Silvina Ocampo, La hermana menor (UDP, 2014). Gracias a
la prosa de Enríquez llevaré por mucho tiempo a Ocampo en la mente, como una
especie de obsesión cerebral y emocional. Enríquez consigue ingresarnos en las
incoherencias de su retratada, a la que por cierto, haríamos bien en volver a
frecuentar, tratándose de una muy buena narradora que literariamente siempre la
hemos ubicado bajo las sombras de los árboles mayores Bioy Casares y Borges.
Siglo leyendo este libro en cuestión,
del que hago notas de cuando en cuando.
Todo va bien, la lectura fluye y en mis
dos dedos de la mano derecha ya no siento la espesura de las páginas que me
faltan por leer. Por un momento, barajo la posibilidad de demorarme, pasar a
otro libro, acto que significaría todo un triunfo de la publicación, porque
mientras leo me gusta cambiar de títulos. En ese sentido, agradezco por mi
capacidad de concentración, felizmente puedo leer en todo lugar y
circunstancia. Cada vez que leo, no existe el ruido ni el movimiento, soy un
ser que levita en la lectura. Más de una vez me he preguntado por esta
desconexión, mental y sensorial, que asocio a la experiencia verde. Tanto la
lectura y la experiencia verde me sumergen en un mundo distinto, llámalo
paralelo, que no necesariamente tiene que ser feliz y redondo, pero sí ordenado
en su aparente onirismo, con lógica y ritmo.
Me pongo de pie para servirme un poco de
café y coger una manzana.
Se supone que volvería a la lectura,
pero en lugar de ello salgo a caminar por el barrio. No se trataba de un acto
pensado, sino de un arranque motivado por el azar y la curiosidad, quizá por la
necesidad postergada de querer saber qué había sido de las personas con las que
había pasado toda mi adolescencia e inicios de mi juventud.
Me fui a la calle de los gitanos, a las
de los futbolistas de los setenta, buscando a sus hijos e hijas, sujetos de
asfalto con los que guardo más de un experiencia salvaje.
Caminaba tranquilo, con una cajetilla de
cigarros y un encendedor en la mano, listo para prender el primer pucho. Pero
no sentía ganas de fumar, y eso es bueno, porque es una señal de que he podido
controlar la tembladera. Caminaba buscando sin buscar, esperando encontrar a alguien.
Por un momento, pensé en tocar algunas puertas, pero desistí de hacerlo.
Recorrí los siete parques del barrio y
me sorprendió el creciente número de hostales. Días atrás, en uno de esos
hostales, llamado Sagitario, capturaron a un narcotraficante mexicano que había
ido con su amante a pasar un momento de relajo hormonal. La amante no era
peruana, sino de nacionalidad chilena, que trabajaba para la DEA, aunque no se
trataba de una agente encubierta. Entonces, ¿qué era?
Llego al hostal Sagitario, que siempre
lo recordaba abierto, hasta en los días navideños, pero debido al operativo
está cerrado, el acceso es imposible en cualquiera de sus tres puertas, así es,
tres puertas tiene el hostal en cuestión. A pocos metros del hostal se ubica
una suerte de bar que se reserva el derecho de admisión, porque en ese barcito
cuando no es barcito es una tienda poco surtida de caramelos y gaseosas, en
donde se reúnen los futbolista peruanos del setenta, a conversar de lo mismo,
de esa supuesta gloria alcanzada que los futbolistas de hoy no conocerán.
No hay nadie en el bar, solo el viejo
que lo atiende, que me conoce desde los trece años, a quien le pregunto por los
detalles del operativo de hacía unos días. El viejito asiente, se lleva un
caramelo de limón a la boca. De sus fosas nasales y orejas, matas de vellos
canosos, vellos tiesos. El viejo me pregunta por mi vida, que desde hace años
no se ve en el barrio. Le digo lo que estoy haciendo y a lo que me dedico. El
viejo me dice que si tengo problemas, que avise nomás. Sonrío.
“Ya, viejo, dime qué fue lo que en
verdad pasó en ese operativo”.
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