lunes, enero 05, 2015

217

Me acosté tarde, bien tarde. Tuve problemas para dormir, pese a que mi domingo fue agitado. 
Vi una película de Jean Renoir, The Woman on the Beach. Digamos que me gustó, no mucho, pero me gustó. No sé si ya la había visto, aunque en las últimas horas he llegado a la casi certeza de que no. 
Igual, no importa si la haya visto o no, lo que importa, en cuanto a la sensación de las últimas horas, es que ver hizo regresara a los días y noches que pasaba en la Filmoteca de Lima, cuando esta quedaba en el Museo de Arte. 
Si hay algo que extraño de Lima, de los espacios que cada día desaparecen, es la ausencia de un cineclub, pero un cineclub con mística, achorado y resistente a los problemas burocráticos y a los avances del llamado progreso comercial. En este sentido, la Filmoteca era un espacio achorado y resistente. Un espacio idóneo para estudiantes y sensibilidades afectadas y perdidas. 
Allí se podía ver un ciclo entero de Renoir, Tarkovsky, Buñuel, Godard y demás. Claro, en los cineclubes de hoy, también puedes ver ciclos completos de directores de culto, como también de los comerciales (pienso en los grandes nombres de los años setenta), pero cuando te retiras de esas salas, tienes que hacer un esfuerzo mayor, si es que pretendes que la película te acompañe, como seguramente te acompañará porque eres un obseso del cine. Ese esfuerzo mayor no es más que la lucha con la ausencia de aura oscura que sí podías percibir cuando salías del local de la Filmoteca. 
Los que la hemos frecuentado sabemos/entendemos el aura oscura. Salir de la sala, abandonar el Museo de Arte y caminar por un desértico parque, llegar a la algarabía de Paseo Colón y Wilson y quedarte un rato pensando si valía la pena seguir la noche, a lo mejor en un bar del centro, o irte a tu casa y hacer tus cosas mientras pensabas en las películas que viste esa noche. En mi caso, solía ver dos películas al hilo, porque el precio de la entrada sí te permitía presupuestar un mes de buen cine. 
Solía encontrar a algunos vendedores de libros en Wilson. Vendedores con fuerte aliento a ron, a quienes la vida los había disminuido, golpeado. De los que recuerdo, puedo decir que solo dos tenían un buen ojo libresco. Más de una vez, cuando salía de una película, me quedaba viendo a los vendedores, y esperaba a que acomodaran sus cosas en la vereda. Una vez instalados, podía observarlos con calma y de esta manera ubicar a esos dos vendedores que siempre me traían alguna que otra joyita. 
Una noche le pregunté a uno de los dos por qué se ubicaban en esa vereda de Wilson. Mi pregunta pudo sonar ingenua, con mayor razón tratándose de la vereda de un paradero de buses. Me di cuenta de mi ingenuidad, porque obvio, se ubicaban en el espacio más concurrido de la avenida. 
Sin embargo, la respuesta me gustó. No era la que yo esperaba recibir. Y ahora que recuerdo la respuesta, hasta diría que esta obedece a las leyes de la mercadotecnia. 
Este par de vendedores de joyitas se ubicaban en esa vereda de Wilson no a razón de la gente que se aglutinaba en el paradero, sino porque allí podían captar a los que salían de la Filmoteca, su público potencial.

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