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He amanecido mal, algo que no me ocurría
en mucho tiempo. Me duele la cabeza y el malestar se apodera de varias partes
de mi cuerpo. Debo pues guardar reposo y tratar de dormir bien. Mi cuerpo y mi
cabeza me piden un descanso. Las continuas actividades, llevadas al extremo, me
están pasando la factura por la falta de sueño, si a esta falta de sueño le
sumamos mis problemas para dormir, pues el asunto no me pintaba nada bien.
Finalmente me levanté. En mi cabeza
tenía lugar una resaca descomunal. Hice memoria si algo me pasó anoche, pero
por más que lo intentaba no recordaba nada. Por un momento pensé que era
víctima de una amnesia selectiva.
Tomé un duchazo. Aproveché el sol y
saqué una mesita al parque, en donde tomé café y leí tres periódicos. Tenía muy
cerca una cajetilla de Pall Mall rojo, pero no me daban ganas de coger un
pucho. No tenía ganas de fumar, no era víctima de la tembladera, sencillamente
no tengo ganas de fumar. Esas no-ganas se vienen manifestando en las últimas
semanas, ¿acaso será el anuncio de mi fin con el tabaco?, me pregunté.
El dolor de la cabeza me abandona
lentamente, de la misma manera el malestar en el cuerpo. Creo que necesitaba aire
puro, observar la verdura del parque, analizar a sus extraños visitantes, a
quienes no dudaría en botar si es que se convierten en peligro para los niños
del barrio. Alguna que otra vez he visto a un par de fumones angustiados, cuyos
rostros de circunstancias los pintaban de peligro. Cada vez que los veo, me
detengo en la puerta trasera de mi casa. Hago que miro el paisaje o simplemente
fumo, mirándolos, sin quitarles la mirada. Felizmente, la sangre no llega al
río, como dice el dicho. Los fumones se quitan, algo descubiertos, a fumar al
parque donde tienen que fumar.
Pero más de una vez me he percatado de
la presencia de una pareja. Él, un hombre de sesenta años, con dos cicatrices
que se cruzan formando una X en el rostro, rostro que también exhibe lunares
que bien podrían ser verrugas. Cuando los vi por primera vez, pensé que eran un
padre y una hija que no se han visto en años. La diferencia de edad reforzaba
esta impresión, pero no, no demoré en saber que se trataba de una pareja de
enamorados, que se besan y acarician aún más que los enamorados promedio, como
aquella vez en que el “Viejo de la X”, como lo identifico, lamió el rostro de
la mujer, generando en mí una sensación de desconcierto, no por la lamida, sino
porque me parecía que en su lengua tenía lunares que parecían verrugas. Y ella,
una mujer que no debe pasar los veintitrés años y de generosas piernas, feliz
de los cariños de su pareja. Alguna que otra ocasión los he pensado como
potenciales personajes de un cuento o una novela, a lo mejor de una crónica,
pero este registro me obliga a tener que conocerlos. A fin de cuentas, no sería
una mala idea conocerlos. Entonces me quedo pensando, buscando un pretexto que
en los próximos días haga que les hable, de cualquier huevada.
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