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No sé cuántas veces he visto El tercer hombre. Cada vez se ubica como
una de mis películas preferidas. Para quien esto escribe, se trata de una
película que no deja de generar patentes y latentes epifanías.
La vi anoche y me puse a hablar de ella
con mi padre, a quien también le gusta, aunque no tanto como a mí. Al igual que
con determinados libros, ciertas películas las conocí por personas que por
alguna u otra razón han marcado mi vida. Si la memoria no me falla, fue con
esta película de Carol Reed con la que pude pasar el puente del mero gusto a la
obsesión por el cine. Se deduce, la vi en la Filmoteca de Lima, si no me
equivoco, en un perdido domingo de 1997.
A lo largo de los años, más de una vez
me he sometido a la pregunta de cuál fue la película que me marcó como
consumidor de películas. Dependiendo de mi estado de ánimo, me venían a la
mente no pocas. Cada lista al paso bien podía jactarse de distinta y ecléctica,
pero en cada una de esas figuraba El
tercer hombre, ubicada como una fuerza irracional, lejana a las fuerzas de
los análisis y de los caprichos del recuerdo selectivo.
Como el tiempo no pasa en vano, he
llegado a entender el por qué la película me sigue gustando. Al respecto, no
vale perderme en digresiones intelectuales, no sirve de nada dárselas de
sabihondo ante lo evidente, resulta pues una pérdida de tiempo.
Me percaté de su secreto, un secreto que
siempre estuvo en mis narices, y que no pude detectar debido a esa mala costumbre
que tuve durante mucho: la de ser un insoportable posero que quería elevar todo
a una estancia a cuenta de un discurso en los que se mezclaban los clichés del
más rancio floro intelectualoide.
Ese secreto era su sencillez. En esta
película absolutamente todo es sencillo. Se quiso contar una buena historia y
vaya que se consiguió el objetivo. El guion sigue exhibiendo una limpieza
narrativa que ahora entiendo por qué los mejores guionistas lo recomiendan como
un manual para escribir guiones, más o menos en la onda de los talleristas
literarios cuando usan el relato “Catedral” de Carver para enseñar a sus
alumnos la estructura e impacto que debe tener un cuento. Y claro, los actores,
ni quedados ni exagerados en su histrionismo, en su justa medida.
Ni de lejos ni de cerca, El tercer hombre no exhibe grandes
virtudes, solo natural genialidad.
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