219
Si me preguntan sobre la década
noventera, si me preguntan qué es lo que más recuerdo de ella, debo decir que
la música que escuchaba y las bandas que descubrí.
Para otras personas los lazos noventeros
serían distintos. Por ejemplo, el caso de un buen amigo mío, un reconocido
escritor local y referente de la opinión virtual, que asocia su adolescencia
con los colegios en que estudió, colegios que tienen una particularidad: los
colegios de su adolescencia están ubicados en San Borja.
Antes de que las obligaciones y
responsabilidades nos cayeren de porrazo, solíamos encontrarnos en la puerta de
la Biblioteca Nacional del Perú, en la sede de San Borja. Mi pata me esperó más
de una vez, hasta esa época tenía la mala costumbre de no ser puntual, pese a
que vivo a menos de cinco minutos de distancia de la BNP, pero su molestia se
disipaba al momento de enseñarle la superficie de la bolsita que contenía la
maravilla verde (en esa época todavía no probábamos el Golden Acapulco).
Caminábamos por San Borja, por los
parques en los que se ubicaban sus colegios. En el trayecto, pasábamos por la
casa del crítico Ricardo González Vigil y nos preguntábamos cuantas estancias
de la misma estarían atiborradas de libros. No era una pregunta superficial,
teniendo en cuenta que en RGV descansaba la memoria de la historia literaria
peruana, al menos de los últimos treinta años. Impresión reforzada por sus
recuentos, que más parecían catastros, catastros que no deberíamos tener en
menos, porque esos recuentos, que vienen desde los setentas nos ofrecían los
senderos para llegar a los narradores y poetas que descubríamos en la
hemeroteca y salas de lectura de la BNP.
Nuestra ruta la hacíamos entre las once
de la mañana y las dos de la tarde. Hacíamos la ruta fumando maravilla verde,
sazonados para el asombro, en especial para mi pata, que se quedaba mirando los
colegios en los que estudió. Su postura estática, de piedra, ahora que la
recuerdo, era el testimonio de una revelación que se resistía a desaparecerla.
Esto no fue hace mucho, bueno, para decir que fue hace mucho tendría que hablar
de diez años, pero ahora entiendo esa postura, que ni mi pata la entendía y que
sin darse cuenta cuidaba más que yo.
Las caminatas eran largas y extenuantes,
y las terminábamos en el café La Rocca. En cierta ocasión le pregunté por esa
fijación que tenía con los colegios en donde estudió. Antes de responder, le
dio un segundo bocado a su pan con chicharrón (les hablo de algo que no he
visto antes: mi pata tiene la capacidad de acabar un pan con chicharrón gigante
en solo tres bocados), y me dijo que no tenía la más mínima idea. Esa fijación
no tenía que ver con hechos felices, sino con aquellos que lo zarandearon como
persona y que tiempo después lo perfilaron como escritor.
Me pongo a pensar en estas caminatas e
intento buscar alguna referencia bibliográfica que me ayude a entender su
fijación por los colegios, como también el hecho de paralizarme cuando escucho
algunas canciones de rock noventero que me hacen mierda. La respuesta la
encuentro en las páginas de La piel de un
escritor de Alonso Cueto. Más claro, no se puede ser. Lo interpreto de esta
manera: hay que atesorar lo que nos duele, lo que fastidia, aquello que no
queremos pensar pero que está presente como una cuña. Es el dolor de la memoria
lo que nos lleva a escribir. Si te sanas de esos dolores, lo que escribas será
falso, plástico.
1 Comentarios:
Manya, no sabía que vivías a cinco minutos de la BNP. De haberlo sabido, te hubiera preguntado si era factible entregarte mi libro allí, porque yo también vivo más o menos cerca de allí.
Saludos.
Publicar un comentario
Suscribirse a Comentarios de la entrada [Atom]
<< Página Principal