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Me aíslo, al menos durante tres cuartos
de hora, para tomar las notas y escarbar en mi memoria inmediata, porque solo
de esta manera podré armar la reseña de la que quizá haya sido la mejor novela
publicada el año pasado.
En lugar de irme al Don Lucho o el
Queirolo, opto por guarecerme en el Don Juan, quizá mi restaurante favorito del
Centro Histórico. Camino despreocupado, despejando mi mente y poder hacer en
media hora lo que pienso hacer. El Don Juan queda a media cuadra de la Plaza
Mayor. Me dirijo por la sombra, como todo hombre pensante. Por un momento me dejo
invadir por la envidia hacia los hombres y mujeres que no tienen problemas con
el sol. Mi llegada al restaurante se hace larga, de la nada, los policías
cercan algunas calles. Los policías hablan y a algunos les escucho decir que
han recibido una alerta de una manifestación sorpresa y que tienen órdenes de
arriba de no permitir ningún tipo de manifestación a metros del Palacio de
Gobierno.
En el restaurante tengo una mesa
favorita, en donde suelo consumir mi café y Cheesecake de fresa. Me alucino
sentado, esperando la llegada de mi pedido de siempre. Pero ni bien entro al
local, me topo con una imagen que me descuadra, que hace que me olvide de la
reseña de la que quizá sea la mejor novela publicada el año pasado, como
también del café y el Cheesecake de fresa.
Tengo una debilidad por los platos
marinos. Intento controlar esa debilidad que me ha llevado a la realidad de
tener un inusitado sobrepeso. Al menos para mí, el sobrepeso me significa una
maldición, con mayor razón en verano. La culpa es mía, mi apego a las comidas
marinas es más fuerte que mi voluntad.
Lo primero que veo al entrar al Don Juan
es a un adiposo señor, a quien le están sirviendo un espectacular chupe de
camarones. Miro el plato y me cuesta detectar aquello que se mueve en el plato,
el vapor bañando los mofletes del individuo que con justa razón se siente la
persona más privilegiada de la tierra.
Ocupo mi mesa. A la mierda todo. Le pido
a la mesera lo mismo que devora el adiposo señor. No hay mucho que pensar: uno
también tiene derecho a sentirse el hombre más privilegiado de la tierra.
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