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Deseaba un milagro y el milagro sucedió.
Se fue la luz en toda la calle Quilca. Quería llegar cuanto antes a casa y
avanzar los archivos que había estado trabajando en casa y que había olvidado
adjuntarlos en mi correo electrónico, más el detalle de grabarlos en mi USB,
porque de haber sido así, bien los podía avanzar y terminar desde la librería.
Cerré la librería y me fui al nuevo
local de Selecta. La calle oscura y los sonidos de los patrulleros merodeando
por la Plaza San Martín se dejaban escuchar, sentir, como si fuera una presencia
represiva. Al llegar al nuevo local, el señor Quiñones también hacía lo suyo,
cerrar la librería, aunque él estaba más feliz que yo. Hablamos un toque y
cuando me disponía a despedirme, una amiga que también se iba a su casa, me
dijo que me había olvidado de cerrar bien la librería. La oscuridad y las
ansias por cerrar me jugaron una mala pasada.
Efectivamente, tenía los candados en mi
mochila.
Me despedí de Quiñones y fui a cerrar la
librería como tenía que cerrarse.
Compré agua mineral sin gas y la que
sería mi última cajetilla de Pall Mall rojo…la última del día. Caminé en
dirección al Queirolo.
En la esquina de Quilca con Camaná me
encuentro con un talentoso narrador inédito, Javier, “El caminante”.
No por nada se le dice “El Caminante”. A
este pata le gusta el Centro de Lima, la recorre y hace suyos los personajes
que ve en sus trayectos motivados por el azar. Tengo esperanzas de que cuando
él publique un libro, este libro sea una novela cuyo personaje esencial sea
Lima, pero no esa Lima de documentales al estilo Marca Perú, sino un personaje
que se enriquece de sensibilidades que sobreviven y que en ese acto lo hacen
con una involuntaria estética, en la que cada acto lleve la rúbrica del
asombro.
“El caminante” me dice que tiene hambre
y me pregunta si yo también la tengo, puesto que conoce un lugar ideal para
recobrar fuerzas, un lugar en donde el estómago termina muy bien servido. Hubo
un tiempo, cuando tenía la edad del “Caminante”, en que también tenía mis
lugares en los que engañaba el estómago, épocas en que me perdía por el placer
de perderme.
Al llegar a Alfonso Ugarte, me comenta
de Barra Brasa. En Barra Brasa, me decía, se come un espectacular pollo a la
brasa con arroz graneado, papas fritas, chorizo y ensalada, más, obvio, su vaso
de chicha. El restaurante queda a media cuadra del Hospital Loayza.
Nos dirigimos hacia allá mientras me
cuenta de su vida académica en una prestigiosa universidad particular. Es que “El
Caminante” es un buen profesor durante el día y un maldito fuera de las horas
de clase.
Llegamos a Barra Brasa. La entrada era
angosta, de madera carcomida, pero no se trata de un lugarcito especial, sino
de un restaurante con todas las de la ley. En el restaurante hay poca gente, es
grande. Quizá en algún momento fue un salsódromo o un Night Club.
Tenía dudas sobre lo que íbamos a comer.
Pero “El caminante” me decía que la oferta no iba a engañar el estómago. Me lo
reafirma y me dice que si dudo, pues que pregunte a sus compañeros de Los
Zepita Boys. Dudo, por seis cincuenta sé que lo que se puede comer.
Cuando la mesera nos sirve los platos,
llegué a dos conclusiones: esto no es parengañar el estómago, sino para destruirlo, pero bien que me gusta destruir mi estómago.
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