viernes, febrero 06, 2015

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Deseaba un milagro y el milagro sucedió. Se fue la luz en toda la calle Quilca. Quería llegar cuanto antes a casa y avanzar los archivos que había estado trabajando en casa y que había olvidado adjuntarlos en mi correo electrónico, más el detalle de grabarlos en mi USB, porque de haber sido así, bien los podía avanzar y terminar desde la librería.
Cerré la librería y me fui al nuevo local de Selecta. La calle oscura y los sonidos de los patrulleros merodeando por la Plaza San Martín se dejaban escuchar, sentir, como si fuera una presencia represiva. Al llegar al nuevo local, el señor Quiñones también hacía lo suyo, cerrar la librería, aunque él estaba más feliz que yo. Hablamos un toque y cuando me disponía a despedirme, una amiga que también se iba a su casa, me dijo que me había olvidado de cerrar bien la librería. La oscuridad y las ansias por cerrar me jugaron una mala pasada.
Efectivamente, tenía los candados en mi mochila.
Me despedí de Quiñones y fui a cerrar la librería como tenía que cerrarse.
Compré agua mineral sin gas y la que sería mi última cajetilla de Pall Mall rojo…la última del día. Caminé en dirección al Queirolo.
En la esquina de Quilca con Camaná me encuentro con un talentoso narrador inédito, Javier, “El caminante”.
No por nada se le dice “El Caminante”. A este pata le gusta el Centro de Lima, la recorre y hace suyos los personajes que ve en sus trayectos motivados por el azar. Tengo esperanzas de que cuando él publique un libro, este libro sea una novela cuyo personaje esencial sea Lima, pero no esa Lima de documentales al estilo Marca Perú, sino un personaje que se enriquece de sensibilidades que sobreviven y que en ese acto lo hacen con una involuntaria estética, en la que cada acto lleve la rúbrica del asombro.
“El caminante” me dice que tiene hambre y me pregunta si yo también la tengo, puesto que conoce un lugar ideal para recobrar fuerzas, un lugar en donde el estómago termina muy bien servido. Hubo un tiempo, cuando tenía la edad del “Caminante”, en que también tenía mis lugares en los que engañaba el estómago, épocas en que me perdía por el placer de perderme.
Al llegar a Alfonso Ugarte, me comenta de Barra Brasa. En Barra Brasa, me decía, se come un espectacular pollo a la brasa con arroz graneado, papas fritas, chorizo y ensalada, más, obvio, su vaso de chicha. El restaurante queda a media cuadra del Hospital Loayza.
Nos dirigimos hacia allá mientras me cuenta de su vida académica en una prestigiosa universidad particular. Es que “El Caminante” es un buen profesor durante el día y un maldito fuera de las horas de clase.
Llegamos a Barra Brasa. La entrada era angosta, de madera carcomida, pero no se trata de un lugarcito especial, sino de un restaurante con todas las de la ley. En el restaurante hay poca gente, es grande. Quizá en algún momento fue un salsódromo o un Night Club.
Tenía dudas sobre lo que íbamos a comer. Pero “El caminante” me decía que la oferta no iba a engañar el estómago. Me lo reafirma y me dice que si dudo, pues que pregunte a sus compañeros de Los Zepita Boys. Dudo, por seis cincuenta sé que lo que se puede comer.
Cuando la mesera nos sirve los platos, llegué a dos conclusiones: esto no es parengañar el estómago, sino para destruirlo, pero bien que me gusta destruir mi estómago.

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