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Días atrás me encontraba cerrando la
librería. No estaba cansado, pero tampoco estaba con mis fuerzas intactas. Lo
único que deseaba era regresar a mi casa y terminar la lectura de El amante bilingüe de Marsé, novela que
no había leído de este tremendo narrador.
Puse el tercer candado y recibo la
llamada de un pata que me dice que un par de amigos están a punto de sacarse la
mierda en el Don Lucho.
Que dos amigos míos estén a nada de
sacarse la mierda, no me resulta novedoso.
No iba a ir, pero fui, porque el bar se
encuentra en el camino inmediato de regreso a casa. En el trayecto pensaba en
qué pudo desencadenar esta pelea. ¿Acaso una mujer?, ¿una deuda?, ¿o una simple
pelea de borrachos exaltados por una opinión superficial?
A siete metros del Don Lucho, me volvió
a llamar la misma persona que me alertó de la pelea, a quien le pregunté
quiénes eran sus protagonistas. Tanto X e Y no se conocen, pero ambos son mis
amigos. Los conozco bien y no son violentos, son más bien voraces lectores que
en alcoholes atizan su natural festividad.
Deseché pues las posibles razones de la
pelea.
Y por más que lo intenté, no podía
desterrar de mi cabeza de que la razón fuera una soberana ridiculez.
Así es, sin tanto gasto de neurona, se
trataba de una ridiculez.
Pasaré de largo, me dije.
Ni siquiera miraré el bar.
Pero al pasar por en medio del bar, X e
Y cayeron a menos de treinta centímetros de mí. X, por ser más joven, tenía dominado
a Y, varios años mayor que X y mucho más diezmado que él, debido a su afición
diaria por el alcohol, la pasta y el cloro.
No tuve opción. Me acomodé la mochila en
la espalda y me ajusté los lentes. Cogí a X y lo levanté de la nuca, de la
misma manera como hago con mi gato Silvestre cada vez que se pone espeso. Esa
era la acción, hacer lo que se tiene que hacer: dejarlo con sus patas, decir
algunas huevadas al vuelo e irme.
Pero Y aprovechó que tenía cogido de la
nuca a X para propinarle un puñete en el pómulo derecho. Tuve que actuar de
inmediato y empujé a Y. En el empujón sentí una huevada frágil en su pecho, que
latía, despacio, amenazando con apagarse. Le dije que se dejara de huevadas y
que me acompañara porque se me acababa de antojar una porción de anticuchos. En el camino
estuvimos hablando de generalidades, dignas de jueves en la noche.
Cuando veía que Y disfrutaba del último
pedazo de su anticucho, le pregunté por qué estaba peleándose con X. Dudó en
responder más de la cuenta, más de lo normal, con mayor razón ante alguien a
quien siempre ha considerado su amigo. Después de algunos minutos, desconcentrado
por la ausencia de los anticuchos y presa de la desconexión existencial, Y se
puso a llorar. El llanto le duró más de tres minutos. Desfogó la mierda que lo
carcomía y tuve que escucharlo, escucharlo durante un par de horas, más o
menos.
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