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En la mañana Silvestre se puso
inusitadamente violento. Sus maullidos retumbaban en toda la casa. Me
encontraba tendido en cama, leyendo Notas
sobre Literatura inglesa de Lampedusa. En realidad, recién había abierto el
libro, no llevaba ni cuatro páginas cuando me tuve que levantar y ver en el
patio qué generaba el ruido que Silvestre estaba haciendo.
La puerta trasera de la casa estaba
abierta, mis padres estaban en el parque, discutiendo qué hacer con la caja de
gatitos que alguien nos acababa de dejar en la mañana, según el vigilante, que
no vio quién dejó la caja y que solo vio la misma a las seis y media.
En esa caja dormían cinco gatitos. Ellos
generaban la molestia de Silvestre, que por primera vez se veía amenazado. No
uno, sino cinco gatitos le arrebataban la exclusividad de atención y afecto de
mi madre, que se sentía mal porque no podíamos tener más gatitos en casa. Esta
pena se reforzaba ante el hecho de no saber cuál sería el futuro de esos
animalitos que no habían pedido venir al mundo y cuyo padre seguía haciendo
escándalo en el patio. Hace un tiempo una vecina me había amenazado con dejarme
una caja con gatitos si Silvestre seguía cortejando a su gata, Miluska.
Me acerqué a la caja y vi a los gatitos.
No lo pensé mucho. Eran los hijos de Silvestre, su tácita fotocopia.
Algo se tenía que hacer. Para eso, mi
padre había ido a comprar leche para los nuevos bebitos. Mi mamá se preguntaba
quién pudo dejar esa caja, y cuando dedujo quién, pensó en reclamarle a la
dueña de Miluska. Pero le pedí que no haga nada, sino que nos aboquemos a una
solución.
Había que conseguirles un hogar ya. Pero
cómo, si ni siquiera estaban vacunados, entonces la búsqueda de un hogar
demoraría algunos días. Mientras pensaba en la solución, Silvestre seguía
maullando y regresé al patio a hablar con él. Al parecer, él no se acuerda cómo
llegó a nuestra casa, metiéndose en un acto de viveza, poniendo cara de desamparado
hasta ganarse el cariño de mis padres, y el mío también.
Una de las cosas buenas que trae el
contacto diario con el público, es que llegas a conocer personas con las puedes
contar. Llamé a Yolanda y le conté lo que había pasado. Yolanda es veterinaria
y dirige una casa hogar para animales desamparados. Quedamos en que me llamaría
en media hora, pero recibí su llamada a los diez minutos. Me pidió mi
dirección, puesto que uno de sus colegas pasaría en su camioneta por los
gatitos para vacunarlos y desparasitarlos. Más un detalle, ya les había
conseguido hogar.
Puse a los gatitos en otra caja. Los
llevé al recibidor de la casa. Esperé la llegada del colega de Yolanda leyendo
el libro de Lampedusa. Silvestre estaba cerca, rondando, con furia, cólera, sin
maullar porque le había prohibido maullar.
Cuando recogieron la caja con los
gatitos, Silvestre se tranquilizó. Buscó a mi papá y se puso a dormir a sus
pies.
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