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Llevo semanas, a lo mejor meses,
pensando en la posibilidad de escribir un pequeño ensayo que me lleve a
cuestionar la actitud de los escritores peruanos aparecidos a partir del 2000.
Digamos, en especial, que ese ensayo, en caso de que me animara a escribirlo,
abordaría a mis compañeros generacionales.
Mientras pienso en esa posibilidad que
seguramente me traerá más de una enemistad declarada y resentimiento vitalicio,
me pongo a pensar en lo que hablaba ayer con el poeta y narrador José Rosas
Ribeyro, a quien creía en París, pero que viene a Lima, sin avisar, para
visitar a los amigos. Si no me equivoco, en más de un año que no sabía de él.
A diferencia de muchos escritores que
conozco, bien puedo decir que José es un gran lector. Ese quizá sea el punto de
encuentro, el entendimiento entre las muchas e insalvables diferencias que
tenemos en relación a ciertos aspectos de la vida y de la ridiculez de los
otros.
Llamó mi atención que al percatarse en
los anaqueles que conforman lo que es la literatura peruana, impere en ellos las
novelas cortas, al menos las más celebradas últimamente. ¿A qué se debe ese
apego por la novela corta, siendo un formato tan difícil? ¿Qué secreto encierra
la brevedad? ¿Acaso facilismo?
Esa misma inquietud, aunque con entendibles
matices, la conversé con el crítico literario Dorian Espezúa, en un perdido
sábado de hacía cuatro meses. Dorian asociaba esta escritura con la influencia
solapada de la escritura virtual, en donde la condensación de la escritura como
tal va relacionada con la esencialidad del pensamiento, lo que generaba pues
una falta de ambición, que no lo vemos en otras manifestaciones artísticas,
sino precisamente en la escritura de cuentarios y novelas. Su idea me pareció
más que atendible y quise escucharlo más, pero no pude, porque tuvo que salir
de la librería y evitar así a Philip Roth, que rondaba por Quilca.
Nunca he tenido problemas con la
brevedad en novelas. Lo que sí me resulta pernicioso es el hecho de que se esté
convirtiendo en una moda, que refuerza el ánimo de muchos letraheridos en
ciernes que quieren ver publicado su libro ya, aspirando a una realización que
los justifique ante la familia y el barrio. Claro, estas ansias de hacer
literatura a lo bestia tendrían su límite si no existieran editores dispuestos
a publicar cuanto borrador lleguen a sus manos.
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