viernes, febrero 20, 2015

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Llevo semanas, a lo mejor meses, pensando en la posibilidad de escribir un pequeño ensayo que me lleve a cuestionar la actitud de los escritores peruanos aparecidos a partir del 2000. Digamos, en especial, que ese ensayo, en caso de que me animara a escribirlo, abordaría a mis compañeros generacionales. 
Mientras pienso en esa posibilidad que seguramente me traerá más de una enemistad declarada y resentimiento vitalicio, me pongo a pensar en lo que hablaba ayer con el poeta y narrador José Rosas Ribeyro, a quien creía en París, pero que viene a Lima, sin avisar, para visitar a los amigos. Si no me equivoco, en más de un año que no sabía de él. 
A diferencia de muchos escritores que conozco, bien puedo decir que José es un gran lector. Ese quizá sea el punto de encuentro, el entendimiento entre las muchas e insalvables diferencias que tenemos en relación a ciertos aspectos de la vida y de la ridiculez de los otros. 
Llamó mi atención que al percatarse en los anaqueles que conforman lo que es la literatura peruana, impere en ellos las novelas cortas, al menos las más celebradas últimamente. ¿A qué se debe ese apego por la novela corta, siendo un formato tan difícil? ¿Qué secreto encierra la brevedad? ¿Acaso facilismo? 
Esa misma inquietud, aunque con entendibles matices, la conversé con el crítico literario Dorian Espezúa, en un perdido sábado de hacía cuatro meses. Dorian asociaba esta escritura con la influencia solapada de la escritura virtual, en donde la condensación de la escritura como tal va relacionada con la esencialidad del pensamiento, lo que generaba pues una falta de ambición, que no lo vemos en otras manifestaciones artísticas, sino precisamente en la escritura de cuentarios y novelas. Su idea me pareció más que atendible y quise escucharlo más, pero no pude, porque tuvo que salir de la librería y evitar así a Philip Roth, que rondaba por Quilca. 
Nunca he tenido problemas con la brevedad en novelas. Lo que sí me resulta pernicioso es el hecho de que se esté convirtiendo en una moda, que refuerza el ánimo de muchos letraheridos en ciernes que quieren ver publicado su libro ya, aspirando a una realización que los justifique ante la familia y el barrio. Claro, estas ansias de hacer literatura a lo bestia tendrían su límite si no existieran editores dispuestos a publicar cuanto borrador lleguen a sus manos.

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