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Mañana de sábado. No sé si estoy de
boleto, pero igual abro la librería. Los excesos de madrugada no son obstáculos
para abrir la librería. Durante un tiempo se puso de moda una frase de Bryce: “Soy
un borrachito con agenda”. La escuché en esas épocas en las que era un actor de
reparto de la escena literaria local, que no es la gran cosa como piensan
muchos aspirantes a escritores, puesto que esta escena literaria es igual a una
película chambona de bajo presupuesto.
Supongamos que fue en una perdida noche
de abril del 2000. Me encontraba en un bar de Barranco, en donde se estaba
celebrando un recital de poesía, el cual puedo calificar de relativamente
memorable puesto que los poetas noventeros y ochenteros que se dieron cita
leyeron sus Hits. Fueron a la fija y no se refocilaron en leer poemas que
estaban trabajando y que, por lo tanto, exhibían una implícita baja calidad
acicateada por la inmediatez y el figuretismo.
Me uní a un grupo de asistentes, en
donde dictaba cátedra un referencial poeta setentero que, al igual que yo,
había ido al recital. Sobre la mesa, al lado de la canchita y su Margarito, la
página fotocopiada del diario en donde estaban las declaraciones de Bryce. Este
poeta, que no tenía idea de lo que Bolaño decía de él en su celebrada novela,
decía que él era como Bryce: un borrachito con agenda. A diferencia de Bryce,
según él, su obra era mayor en comparación del famoso narrador, porque lo suyo
no solo era la poesía, también el ensayo, la narrativa y el discurso
matemático. Sin darme cuenta, y ahora lo reconozco después de muchos años, hice
mía esa sentencia, al punto que hizo de mí una persona disciplinada más allá de
los excesos característicos de la edad.
Recuerdo esta sentencia al ver a muchos potenciales
narradores y poetas, que si se desahuevaran, tendrían una obra mayor que los
figurones de obra mediana. Potenciales narradores y poetas perdidos en las
acequias del alcohol, la pasta, el cloro, el moño rojo, que deambulan duros por
los bares y recitales, mostrando una infatigable lástima. Más de uno me ha
confesado que anhela abandonar ese ritmo de vida y reforzar aquello que muchos
pensábamos de ellos en el inicio del apego a la vocación. Han pensado en
rehabilitarse, pero cuando los veo, tengo la certeza de lo siguiente: no
necesitan una rehabilitación, sino fuerza de voluntad para dinamitar su flojera
y así llevar a la práctica, a lo real, su entusiasmo.
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