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Terminé agotado luego de conversar con
un joven narrador que quiere publicar su libro ya. Al parecer, y pese a mis
advertencias, editará su primer libro con supuesto editor que tiene la mala fama
de estafador, y no solo en la ciudad sureña de la que proviene; además, hace de
las suyas con los fondos editoriales que vienen creando los gobiernos
regionales. Estos fondos no son producto de una política cultural, sino una
suerte de pretexto para justificar el gasto de dinero. Tienen tanto dinero los
gobiernos regionales que en algo deben gastar, exhiben, de paso, una logística
que es toda una chanchada, un patada al criterio, porque si la gente de
conceder el dinero fuera responsable, harían el trabajo de la forma que tiene
que hacerse, con una convocatoria seria, pero no les interesa hacerlo, porque
si no fuera así, no otorgarían dinero al primer imbécil que se hace llamar
editor.
Este joven aspirante a escritor me tenía
cansado con su cháchara, creyó que iba a alegrarme con lo que me contaba, pero
no, más bien me hizo enfadar, su estúpida ingenuidad era lo que me sacaba de
quicio. No quería seguir hablando con él, para qué perder el tiempo con un
papanatas que no entiende, que vive cegado por la mentira que le ha hecho creer
el estafador que tarde o temprano se quedará con su dinero.
Con la gente que no quiere escuchar y
recibir sugerencias, lo mejor es alejarse, huir de su mediocridad, así esta se pinte
de ingenua. Esa es mi ley: no contaminarme con miserias éticas ajenas.
Horas antes, en realidad en la mañana, a
golpe de once, presencié el matrimonio civil de un par de amigos. La ceremonia,
que fue rápida, tuvo lugar en un bonito ambiente de una municipalidad local. Si
la memoria no me falla, es la primera vez en mi vida que voy a una
municipalidad, o sea, a un matrimonio civil. El ambiente estaba acondicionado
para esta clase de eventos, ni hablar del aire acondicionado, que por un
momento hizo que me olvidara del calor y la humedad de mierda que caracteriza a
esta ciudad.
Luego nos fuimos a comer. Pero no solo a
comer, sino también a beber un excelente vino. Eso es lo que hice toda la
tarde, beber vino y comer como un hambriento, con mayor razón cuando la comida
estaba no menos que deliciosa.
A eso de las cuatro de la tarde me
acordé que debía cumplir las responsabilidades. Me despedí de los recién
casados y de los presentes y me fui a abrir la librería.
En el trayecto a la librería, sentado en
el asiento delantero del taxi, y recibiendo la inclemencia del sol y el viento
que logró que el polvo bañara mi cara, hecho que me hizo sentir la imperiosa
necesidad de tirarme de una vez a la primera piscina que viera en mi camino,
pensaba en que posiblemente haya sido un error en retirarme de la reunión para
cumplir mis deberes.
Felizmente, en el nuevo local de Selecta
siempre tengo a la mano una muda de ropa, de la única que me justifica cómo
pasar los veranos, lo más fresco que pueda. Con la ropa que llevaba puesta no
la hacía, debía cambiarme, sacarme el sudor reseco en mi espalda y brazos,
airearme de la pesadez húmeda de la canícula.
Me cambié y mojé la cabeza. Estaba
relativamente listo para abrir la librería, al menos durante tres horas que
pensaba aprovechar como tenía que aprovecharse.
Al ir a Selecta recibí un par de
llamadas en el celular. De la primera no reconocía el número. Por un momento
pensé que no valía la pena responder la llamada de quien no sabía quién era, pero
lo hice finalmente. La voz, una voz a lo mejor andrógina, me ofrecía una
promoción de Movistar. Muy amablemente le dije que no me interesaba la
promoción, pero la voz insistía en que acceda a la promoción. Debí colgar de
inmediato, pero de hacerlo iba a ser peor, ya me ha pasado que cuando me niego
a algo paso inmediatamente a ser víctima de acoso. Decidí pues escuchar la
propuesta mientras comparaba una botella de medio litro de Coca Cola helada.
Después de treinta segundos, hubo un silencio entre la voz y yo y cuando me
preguntó si me interesaba en la promoción, le dije que no.
No niego que ese tipo de llamadas me
incomodan y no seré el primero ni el último en maldecir su frecuente
inoportunidad. Después de esa llamada no creí que fuera a pasar otro mal rato,
pero claro, he aprendido en no confiarme, nunca esperé la llegada de ese joven
aspirante a escritor que cuanto antes deseaba tener su libro publicado. Sin
embargo, la culpa era mía, solo mía, ya que no debí abandonar la reunión de mis
amigos recién casados, debí quedarme con ellos y los suyos, bebiendo buen vino
y comiendo como un agradecido famélico.
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