miércoles, febrero 25, 2015

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Anoche me gustó ver la lluvia de verano. Abandoné mi condición de animal tropical urbano para disfrutar de la vista que me ofrecía la lluvia. Eso es lo que me gusta, disfrutar de la lluvia. Tengo pues un rollo con las lluvias, que pensándolo bien, han marcado las experiencias más medulares y peculiares de mi vida, ya sea porque alguien te llama en medio de la noche, o porque te genera curiosidad los rostros de las personas que caminan con cuidado, o debido a que llevan a los pasajes y escenas de las novelas que más te han gustado.
Años atrás fui sorprendido por una verdadera y letal lluvia en la ciudad colombiana de Bucaramanga. En esta ciudad, conocida como “La ciudad bonita”, participé como invitado “especial” del ¿Sexto/Cuarto/Quinto? Encuentro Nacional de Estudiantes de Literatura. Así es, fui invitado a un encuentro de teóricos y críticos literarios de oficio cuando yo, desde ese entonces y antes y como hoy en día, me encontraba en las antípodas del discurso académico. Por un tiempo creí que me habían invitado a manera de provocación. Tanto ayer y hoy, era pues un Don Nadie, pero este DN siempre ha tenido suerte: resulta que a varias alumnas, las responsables de armar este encuentro, les gustó mi primera y única novela en una visita que hicieron a Lima un par de años atrás. O sea, me tenían en la mirada, estudiándome en el blog, siendo testigos de mis constantes peleas con los conspicuos representantes de Poetilandia.
Ofrecí un par de conferencias: en la Universidad Nacional de Santander diserté sobre las novelas de la violencia política en Perú y en la Universidad Autónoma de Bucaramanga ofrecí una conferencia sobre la nueva crónica latinoamericana, que tuvo un título por demás efectista.
En esos días, en los que tenía que participar, me guardé como un intelectual responsable en el Hostal UNAB. Cumplí bien con lo que tenía que cumplir e inmediatamente después me dediqué a conocer y disfrutar de la ciudad. Varios patas y flacas colombianos me advertían de los peligros del clima, que no debía andar solo por las calles, tal y como lo estaba haciendo. Prácticamente me perdía adrede en las calles, experiencia que me dejó la grata impresión del espíritu festivo del colombiano, que es lo que más me gusta de este pueblo, pero también tuve la impresión de que este pueblo tiene el ánimo polarizado, porque así como es capaz de quererte es también capaz de odiarte. El colombiano no es como el peruano, ducho en la hipocresía.
Durante mi  estancia conocí la fuerza de la lluvia de Bucaramanga. Era una fuerza que la podía resistir, así lo pensé durante varios días. Sin embargo, en mi penúltima noche, mientras regresaba algo sazonado por el alcohol y la marihuana, retumbando en mi cabeza toda la salsa bailada, la lluvia me agarró desprevenido, también los rayos, que cruzaban los edificios ubicados en la cordillera verde que rodea la ciudad. Debía subir por las escaleras ubicadas entre esos edificios y me percaté de que era el único ser humano en ese momento. Las gradas se habían convertido en falsos canales que contenían el agua de lluvia, agua de lluvia que hizo que resbalara y cayera en diagonal casi siete metros.
Caí y perdí el conocimiento... Desperté después de diez segundos. No me moví porque no hay que moverse cuando tienes una caída aparatosa, sino esperar a sentir el cuerpo libre de lesiones. Eso es lo que hice. De a pocos movía el cuerpo y me puse de pie. Tenía que llegar a la Carrera 33, y hacia ella fui, pero a menos de diez metros supe que me faltaba el pasaporte.
Chuchadesumadre, dije.
Regresé al lugar en que caí. No había rastro de mi pasaporte. Lo peor: ya me veía bajando hasta la Carrera 44, pues el agua debió arrastrar mi pasaporte. Pero no, no bajé hasta la 44. El agua también caía en los jardines de los edificios cercanos de donde caí. Busqué el pasaporte sumergiéndome en el lodo. Meses después recordé, para mi pesar, que mi desesperación debió ser parecida a la de John C. Reilly en Magnolia, en la escena en la que este se le pierde su arma de policía. A diferencia de C. Reilly, encontré mi pasaporte. Se lo tuve que arrebatar a un insecto que se lo cargaba a no sé dónde.
Subí las escaleras.
A llegar a la 33, prendí un cigarrito mojado y llegué al bendito Hostal UNAB. Al verme mojado y enlodado, el portero, un viejito simpaticón, me preguntó qué me había pasado. Al escuchar mi historia, me dijo que era muy adrenalínico, que no debía confiar tanto en mi suerte, que por algo no hay un alma alguna a estas horas de la madrugada. “Estas lluvias son tramposas. Han matado a muchos”.
Me sirvió café y me entregó toallas. Conversamos un rato en la cafetería del hostal. No tengo presente lo que me contaba, yo solo miraba la glorieta del hostal, su fino acabado y el agua que resbalaba y caía por su fisonomía. Pero lo que sí tengo presente fue lo que me dijo antes de entrar a mi habitación: “descanse bien, joven limeño salvaje, disfrute de la habitación que hace un par meses ocupó Jorge Luis Pinto y un año atrás Carlos Monsiváis”.

4 Comentarios:

Blogger Unknown dijo...

Me puedes explicar cómo es eso que perdiste el conocimiento, pero despertaste luego de diez segundos? :)

3:28 a.m.  
Blogger Gabriel Ruiz-Ortega dijo...

hola July
no te ha pasado que has tenido una caída, tienes la mente en negro y luego despiertas con un poco de dolor de cabeza? al menos para mí, eso es perder el conocimiento. abrazo.
G

12:33 p.m.  
Anonymous Anónimo dijo...

jajaja carajo, qué tal floro. Si caminar bajo la lluvia en Colombia es ser salvaje, no me imagino lo que será meterse con los maras salvadoreños, estar en una campo de concentración o mandarse a tomar fotos a Palestina. En fin...

2:43 p.m.  
Blogger Gabriel Ruiz-Ortega dijo...

mmm, creo que habría que leer bien el texto. Saludos.
G

4:10 p.m.  

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